Uber y el emperador desnudo: Jaime Raúl Molina

Uber y el emperador desnudo: Jaime Raúl Molina

El gremio de taxistas se ha organizado para exigir al Gobierno que prohíba la operación de la empresa Uber, que ofrece una plataforma tecnológica a través de la que usted, desde su teléfono celular, puede solicitar un servicio de chofer privado. El gremio busca así impedir la innovación para proteger su chamba. El servicio de Uber ha generado tal grado de aceptación y satisfacción entre sus usuarios, que es notoria la existencia de una masa crítica de apoyo a la empresa, manifestada principalmente en redes sociales.

El marco regulatorio del servicio de transporte selectivo está edificado sobre un paradigma equivocado: que el Estado está en capacidad de diseñar un mercado y saber con razonable grado de precisión lo que necesita la gente en un momento dado. Es un sistema en que el Estado determina, a través del cupo, qué cantidad de oferentes debe existir del servicio. Imagine usted que el Estado determinara qué cantidad de abarroterías, tiendas de ropa, restaurantes y demás establecimientos debe haber. No hay que tener un doctorado en economía para saber que ello solo podría resultar en escasez crónica –y otros muchos males– en cada uno de los mercados de esos bienes y servicios.

Pues eso es precisamente lo que tenemos en transporte selectivo. El sistema de cupos, en que el Estado determina qué cantidad de taxis necesita la gente, es el causante del fenómeno del no voy, además de los otros males del servicio. La tarifa rígida establecida por zonas, por otro lado, hace que algunas rutas que en el mapa podrían parecer cortas, resulten poco rentables para el taxista por el tiempo que toman debido al tráfico. Si usted es taxista y va a tardarse 40 minutos en un embotellamiento para una carrera por la que solo puede cobrar $1.75, le aseguro que usted tampoco iría. El sistema de Uber resuelve esto de manera lógica: calcula la tarifa con base tanto en la distancia como en el tiempo que tarda la carrera.

La regulación actual tampoco permite la diferenciación. Así como gracias al libre mercado en el servicio de restaurante, hay mucha variedad para escoger en cuanto a menú, ambiente, calidad y precios, pues del mismo modo la ciudadanía se beneficiaría de tener una variedad y genuina competencia en el servicio de transporte. Por ejemplo, el surgimiento de operadores que atendieran nichos como el de transporte de niños, o de personas con seria discapacidad física (sillas de ruedas), llenaría una necesidad que hoy día está insatisfecha en el mercado. Pero no hay incentivo alguno a invertir en sillas para niños, o en vehículos adaptados para subir a personas en sillas de ruedas, cuando la diferenciación por precio está prohibida por una tarifa rígida.

Todas estas falencias, y muchas otras que no podemos analizar en tan corto espacio, habrían podido ser satisfechas hace tiempo, si no fuese por una regulación que se basa en lo que Hayek llamó la fatal arrogancia de creer que el regulador sabe mejor que la gente lo que esta necesita. El sistema que se requiere es uno de libre concurrencia, en que se establece una serie de requisitos razonables, y todo el que los reúna, pueda brindar el servicio. Es decir, un sistema de licenciamiento abierto, en vez de uno de cupos otorgados de modo discrecional.

Uber ha dado una enorme sacudida al mercado de taxis, que ni pudo ser prevista ni planeada por los reguladores. La regulación, en todo caso, se erigió en obstáculo para la innovación, y tuvimos que esperar que la tecnología de la información junto a los smartphones, hicieran inevitable el cambio. El debate, por tanto, no es si se queda o se va Uber. Debatir eso en pleno 2016 es como debatir en 2002 si debe prohibirse la telefonía por IP (Skype, etc.). No, el enfoque debe ir a desmontar un paradigma regulatorio que asume, de modo a todas luces equivocado, que el Estado puede diseñar eficientemente un mercado y presumir de satisfacer para siempre las necesidades de la gente. Uber no mató al esquema regulatorio basado en cupos, simplemente ha hecho lo que el niño del cuento de Andersen: señalar su humillante desnudez.

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