Después del asesinato de Hugo Spadafora, la dictadura de Noriega, heredera de la dictablanda de Torrijos —“dicta” es la clave, que nadie se engañe—, entró en caída libre.
En 1985, la ciudadanía fue valiente: los estudiantes que desfilaban, al llegar a la altura de la tribuna de autoridades, decidieron dar la espalda al “presidente”, y otros pasaron corriendo delante de la representación política de un Estado dictatorial y corrupto.
No es ninguna locura, en estas fiestas tricolor, crónicas y de rebusca, volver a la valentía de antaño: dar la espalda a un presidente legítimo y democrático, pero que ha perdido todo contacto con la realidad ciudadana; que, con un 34% legítimo, es de los menos queridos. Sería una buena lección para el hombre que rofea cada jueves, autoritario y faltón, que nos señala —chabacano y pedante— el lugar de la lengua. Dejarlo solo y sin desfile: lo que quiere es el baño de pueblo.
Tenemos que dar la espalda a un gobierno servil, que permite al embajador estadounidense participar en la vida pública y política del país como si fuese un nuevo virrey; que insiste en dejar caer la educación en todos los niveles; que no enfrenta con entereza radical y honesta la corrupción; que persiste en su nepotismo velado; un gobierno sin una política cultural rigurosa; que pretende actuar como si el pasado no existiera, con un mesianismo encarnado en un presidente que ya compite con todos los malos expresidentes, y tiene cuatro años para dejarlos muy atrás.
Si tuviéramos un mínimo interés ciudadano, le daríamos la espalda a la tribuna o nos quedaríamos en casa celebrando la patria con honestidad activa. Pero no: hemos entrado en el ciclo de fin de año —fiestas patrias, Día de la Madre, Navidad, verano, carnavales— y ya veremos el próximo marzo si las escuelas se caen o no, si las pintan o no.
Mientras tanto, bandas y batuteras deleitan a un gobierno que no es la patria.
El autor es escritor.

