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El espejo de la ignorancia: Crónica de los comentarios

En el vasto teatro digital, donde cada quien se convierte en orador de su propia tribuna, existe un espécimen fascinante: el comentario de teclado. Ese híbrido entre opinión apresurada y convicción inflada, que rara vez se molesta en entender el texto que supuestamente refuta, se ha vuelto la estrella de la era de la información democratizada. Qué espectáculo: publicas un ensayo reflexivo y, en segundos, aparece la “cátedra de la ignorancia”, con bata invisible, diploma imaginario y teclado en mano.

Primero, están los repetidores profesionales. No necesitan argumentos nuevos, solo repetir su mantra: “confundes libertad con ignorancia”. Reenviar el mismo comentario una y otra vez, esperando que gane autoridad por insistencia, es la versión digital del golpe de tambor sin melodía. Cada repetición es un ejercicio de fe en la propia mediocridad: creen que el ruido es conocimiento y que reiterar sustituye la evidencia. Es tan absurdo que uno termina aplaudiendo la creatividad involuntaria de su ineptitud.

Luego están los arquitectos del hombre de paja. Toman tus ideas, las estiran, las deforman y las recubren de sus inseguridades, como si el texto original fuera plastilina moldeable. Mi ensayo, que defiende la libertad de pensamiento y la expresión razonada, se convierte para ellos en apología de la ignorancia deliberada. La ironía es deliciosa: construyen, con sus propias manos, la caricatura que luego critican con aire académico. Y mientras más critican, más evidente se vuelve que su verdadera batalla no es con mis ideas, sino con la imposibilidad de sostener las suyas.

No podemos olvidar a los maestros del ad hominem elegante, que sustituyen la lógica por la descalificación. En lugar de analizar el contenido, atacan al autor: “Confundes conceptos”, “no entiendes la libertad de expresión”, “eso es elitismo”. Todo muy pulcro, pero vacío como un libro cerrado. El ego en acción: aparentar intelecto evitando la confrontación real. Y lo más gracioso: mientras intentan invalidarte, terminan confirmando cada línea de tu ensayo sin darse cuenta.

Lo maravilloso de este fenómeno es que se puede observar desde arriba, con la serenidad de quien contempla un caos perfectamente coreografiado. Cada repetición, cada deformación, cada ataque personal es una lección de filosofía aplicada. Mis lectores incómodos muestran, en tiempo real, cómo la incapacidad de leer y argumentar se disfraza de erudición. Mientras ellos luchan por demostrar autoridad, yo aprendo —con sonrisa incluida— que la educación no se limita a enseñar a leer, sino también a comprender y pensar.

La risa que producen estos comentarios no es burla gratuita: es una mezcla de diversión y asombro ante la capacidad humana de crear espectáculo con absoluta falta de sustancia. Cada intento fallido de refutación es un espejo: los comentaristas terminan reflejando exactamente lo que critico, exponiendo sus vacíos intelectuales. Mi ensayo se convierte, sin proponérselo, en un ejercicio de catarsis ajena.

En conclusión, los comentarios de teclado son más que ruido: son una cátedra involuntaria de psicología y filosofía social. Revelan miedo, inseguridad, ego y la tendencia a creer que repetir equivale a razonar. Pero también son un recordatorio delicioso de por qué no cederé ante sus ataques ignorantes y anónimos: mientras ellos se agotan en justificar su insuficiencia, yo sigo leyendo, pensando y escribiendo, elevándome sobre el caos con ironía, distancia y disfrute.

Porque, al final, no hay nada más educativo ni más entretenido que observar cómo la ignorancia intenta justificarse usando mi ensayo como espejo… y fracasa estrepitosamente.

La autora es profesora de filosofía.


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