Hay situaciones que resultan invisibles para la mayoría, porque su naturaleza está entre nosotros. Habría que tomar una distancia prudencial, esa misma distancia que nos permitiría identificar si un modo de ser es costumbre, idiosincrasia o mal endémico. El suceso del gato no es solo un problema sobre el gato. Y tampoco lo es exclusivamente de quienes mataron al felino, sino algo mucho más grave: es un problema de la sociedad. Una sociedad que cultiva la falta de sensibilidad, así como se cultiva un hongo en los zapatos o una cepa de virus en el laboratorio. El problema del gato conlleva la invisibilidad de las consecuencias.
Más allá del hecho abominable, padecemos de una especie de ceguera, y no precisamente la descrita por Saramago. Desde gobernantes hasta el estudiante, conocen las normativas de convivencia. Nadie mata un animal sin saber lo que hace, ni nadie roba o deja robar a otros sin saber lo que está permitiendo. De la misma manera en que esos “hijos de alguien” uniformados lanzaron el gato a la muerte, el político se embolsa la coima; o el representante de la ley se duerme; o un sistema de salud deja morir pacientes frente a nuestros ojos; o un alcalde barre a los buhoneros de las aceras, pero permite a los hoteles que las secuestren y lancen a los peatones a la calle; y otros oficializan la “vandalización” del ambiente; y aquellos levitan, porque no pasan sus días atascados entre los tranques y los cráteres; o la política cultural premia escritores, pero confina las obras en bodegas, lejos de las librerías; y el docente universitario incumple, pero es premiado. Luego está el resto, que observa. Esa mayoría que no es el diputado corrupto ni el mandatario prófugo, ni el magistrado fantasma, ni el funcionario coimero, ni “los hijos de este ni de aquel…” (que como buenos “hijos de” también roban en mayúsculas). El resto son los invisibles.
Esos invisibles podrían coincidir que los asesinos del gato no debieron ser expulsados, que un mejor castigo sería limpiar jaulas en albergues durante 40 semanas. Los invisibles quizás argumentarían que, a quienes usurparon cargos públicos para delinquir, no deberían darle casa por cárcel ni país por cárcel, ni mucho menos hospitales por cárcel (esto valida la leyenda urbana de que en Panamá hay que robar más del millón, porque este umbral hace la diferencia en el castigo); que nuestros impuestos deberían usarse para arreglar las vísceras de quien realmente lo necesite; que la violencia no es percepción; que la miseria es otra forma de violencia.
Pero resulta que los invisibles bien pudieran ser la masa de Wright Mills o los alienados de Erich Fromm, y en este caso harían lo que fuera por ser el que reparte el jamón, o el que tiene los millones en Suiza. Porque, aunque no los vean, ellos sí miran. Miran la impunidad, la riqueza fácil y la burla frente a ellos, que son invisibles. Entonces, podrían aspirar a dejar de serlo. En Panamá, las leyes se rompen sin consecuencias; rompemos hasta las leyes de la física: aquí no todas las causas tienen efecto. Ese es el peligroso mensaje que fomentamos.
Un día un hombre se despierta y es invisible, o se despertó convertido en escarabajo. Y, como el gato, es lanzado a la muerte; es lanzado de las aceras, de los hospitales y de un estado de bienestar y seguridad. No hay culpables, mucho menos un castigo acorde al hecho. No hace falta adivinar el final. El problema del gato es más que el problema del gato.