Siempre le temí a este día. El día que debía escribir sobre la muerte del periodista, escritor y académico Guillermo Sánchez Borbón.
La muerte es una pésima broma del destino. Es aún más una injusticia cuando se lleva a un ser extraordinario como el que firmaba sus poemas, novelas y ensayos como Tristán Solarte.
Era un superhéroe. Porque pocos pueden decir que ayudaron a derrocar a un dictador. Pocos pueden decir que se enfrentaron sin miedo a un tirano. Él sí.
Era de un sentido de humor fabuloso en sus textos y en su conversar. Se burlaba de todo, comenzando por sí mismo. Era jodedor, buen compinche, vaya, un adulto que nunca quiso ser mayor.
Este miembro de la Academia Panameña de la Lengua desde 1979 y su director sustituto desde 2003, perteneció a una generación literaria que ejerció el oficio de imaginar y crear mundos de ficción donde la musa los encontrara: su casa, una cantina, una biblioteca, una librería, un café o en la residencia de alguna conquista amorosa.
Fue el genio más humilde que he conocido. Hay tanto vanidoso en las artes, gente que se jura indispensable. Él no. No era una postura; es que don Guille era de esos que preferían entrar por la puerta de atrás para no llamar demasiado la atención.
Poeta
Como bardo, concibió varios de los más sentidos, dolorosos, lúcidos y hermosos poemarios publicados en Centroamérica.
Su obra poética la representan obras maestras como Voces y paisajes de vida y muerte (1950, segundo puesto en el Ricardo Miró), Evocaciones (1950), Aproximación poética de la muerte (1952, segundo lugar en el Ricardo Miró), Los nombres y los sitios (1971) y Viene de lejos (2000, primer lugar en el Ricardo Miró).
Novelista
Entre sus novelas destaca El ahogado, que redactó en medio de una especie de trance. Fue el resultado de una jornada de 15 días. Solo se detenía para comer, dormir y leer La montaña mágica, de Thomas Mann.
El ahogado (1957), en torno a un poeta asesinado en la casa de madera que compartió con su abuela, se inicia como un policíaco con el ritmo de las novelas de Agatha Christie. Después utiliza elementos de la crónica roja periodística. Más tarde aparecen recursos cinematográficos, que combina con esa sensación de pánico que inventa en sus relatos Edgar Allan Poe, y cierra con el género fantástico cuando aparece la Tulivieja.
Sin dejar por fuera piezas narrativas como Confesiones de un magistrado (1968) y El guitarrista (segundo lugar en el Ricardo Miró de 1950-51).
Espacio propio merece La serpiente de cristal (2000), que a ritmo de una novela de espías a lo Ian Fleming o de John Le Carré, aunque con sabor latinoamericano, nos ofrece una novela que todos deben leer para entender los estragos que puede provocar una dictadura militar, y los desmadres de un presidente tres veces elegido, que de acuerdo a don Guille, tenía la indirecta e imperiosa obsesión de querer siempre ser derrotado.






