De rodillas, frente a la florida capilla del acantilado, don Ignacio, El Chapero, se persignó tres veces, rezó media docena de Ave María, se encomendó a Dios Padre, y luego se arrojó al vacío.
A más de 90 kilómetros por hora, como dios azteca, voló en descenso hacia las profundidades de La Quebrada de Acapulco, en un intento apasionado por matar las penas de un amor no correspondido.
Sin embargo, su instinto animal prevaleció ante el recuerdo de la ingrata mujer y lo obligó a rematar un clavado de águila perfecto en las aguas turquesas del océano Pacífico.
Era un día tibio de 1938, aquel que marcó el inicio de una larga lista de valientes clavadistas que perdura en la memoria.
Hoy, a 59 años del inicio de su leyenda, el longevo Ignacio es respetado entre sus dignos descendientes, clavadistas de la mejor estirpe que se encuentran organizados en un sindicato, cuyo punto de encuentro es el filo de un acantilado de 80 metros.
Al mediodía y al atardecer, estos acróbatas de saltos épicos reviven con audacia y plasticidad su diario desafío a las profundidades.
Saliendo de los acantilados, una pequeña península con la forma de una bota de bucanero alberga dos playas de ensueño con arenas brillantes: La Caleta y Caletilla.
Es el punto de inicio de la gran bahía de Acapulco, custodiada desde hace varios siglos por el fuerte de San Diego, donde parecen revivir fantasmas resucitados de corsarios y realistas.
Sus muros octogonales fortificados aparecen dentados con herrumbosos cañones, templados por el fuego de incontables batallas.
“¡Disparad, rufianes, piratas a la vista!” –grita alguien alborotando a un gran grupo de turistas nipones–.
Junto a la línea de cañones de la terraza fortificada un delirante español blande su trípode como si fuera sable frente a los perplejos japoneses.
Un sirenazo de ultratumba lo trae a la realidad, cuando un lujoso transatlántico de 18 pisos se acerca a su amarra vecina a la fortaleza, en la moderna terminal de cruceros.
En Acapulco se hace evidente el encuentro de culturas. Primero fue el choque traumático que llegó con la conquista y fusionó al Viejo Mundo con Mesoamérica. Con la derrota de los aztecas en Tenochtitlán, por las huestes de Cortés, se dio inicio a un mestizaje cultural que no ha cesado hasta hoy.
El 25 abril de 1528 los tambores realistas redoblaron con más energía que lo usual, anunciando que Acapulco sería en adelante un puerto controlado por el emperador Carlos V de España.
Largos años de fugas hacia España de las riquezas capturadas en el Nuevo Mundo, de luchas revolucionarias, de pasado republicano, y finalmente el boom del turismo, fueron moldeando esa sensual y cálida ciudad balnearia hasta convertirla en una meca del placer.
Pero sus encantos trascienden la barrera de lo legendario o histórico.
Pero Acapulco ha sabido mantener el espíritu de lo meramente mexicano a través del tiempo: veladas tropicales al son de mariachis –con sonrisas de tequila- , experiencias de ocio playero con un toque de ‘chilito’, tardes de sangre y arena con trajes de luces en el ruedo de Caletilla; además de esa simpatía y picardía sin igual que transmite la gente de México. ¡Órale!
