Recientemente salió una nota de una revista científica que indicaba que lo que las mamás han creído siempre –que las sopas tienen cualidades curativas que atacaban a los virus que nos enferman– tenía una base científica.
Un amigo virólogo me indicó que eso había resultado así in vitro, en condiciones de laboratorio, no en la vida real, o sea cruzado el gaznate.
No obstante, todos sabemos que para ciertas exiguas ocasiones: la boda de tu mejor amiga, la boda de tu ex novio o con mayor frecuencia, Nochevieja, un tazón humeante de sopa es el final perfecto para esa noche mágica de fin de año que puede comenzar semitrágica (un año, mi date de última hora me llegaba casi a la cintura, así que tuve que quitarme los tacones, con el resultado de que me pasé la noche entera destrozando la basta de encaje del numerito que llevaba puesto).
Pero suficiente etilo mejoraba el humor, la música altísima hacía imposible escucharle las sandeces al enano y, finalmente, mi recompensa por todo ese sufrimiento fue un humeante caldillo de langostinos, con un huevo escalfado en medio.
Los “pelaos” ahora tienden más a salir en grupo, y hasta los adultos, casados o solteros, lo hacemos un asunto más tribal que por pareja.
Pero lo que sigue vigente es una buena sopa. Para algunos es un caldillo; para otros un sancocho; una sopa china de fideos; una parihuela o ajiaco.
Desde Marsella hasta Manhattan, desde California hasta Corea, cada sitio, cada cultura tiene esa sopita que sirve para levantar muertos.
VEA La última sopa
