La sombra de inmensos cactus, grandes como árboles, dan tregua a los caminantes y animales cuando el calor golpea una gran depresión planetaria donde las especies migran desde tiempos inmemoriales.
En la sequedad del paisaje, un niño masai busca al menos un metro de sombra donde guarecerse del aplastante sol africano. Ante nosotros, el gran valle del Rift, la gran cicatriz geológica que recorre el país de norte a sur.
Hemos partido de Nairobi, la capital de Kenia, y vamos al encuentro de los masai, que además de la etnia kikuyu es otro gran grupo étnico del África subsahariana.
Tras una larga trocha de tierra roja que nos aleja de la ciudad, los niños juegan en los caseríos, pastores guían sus cabras hacia zonas de pastoreo, las carretas parecen estallar de atados de gramíneas.
A lo lejos, en un apartado caserío construido con matas, barro y estiércol de vaca, hay algarabía, abundan los mantos de color rojo. Es que hoy es día de fiesta. Y todo está listo para el matrimonio tradicional.
En señal de regocijo los masai saltan, y lo hace muy alto, cómo pocos. Cuando se da inicio a la ceremonia, la novia luce espléndida, ataviada con coloridos collares, rodeada de niños y mujeres. La novia posa para las fotos.
Luego de los rituales propiciatorios para la buena suerte, el padre riega los pies de su hija con leche vacuna en señal de consentimiento; seguidamente, la despide de su casa y ella parte a su nueva vida, sumisa, junto a su alto y esbelto esposo.
Por su parte, el guerrero ha traído a sus vacas consigo en señal de prosperidad.
Antes de partir, el novio se acerca y me pide el envase plástico de un rollo de película; se lo damos. Entre risas, lo acomoda en el gran hueco horadado en su notable oreja izquierda y se va feliz con su nuevo pendiente, orgulloso, con su flamante esposa y todas sus vacas, hasta perderse en la inmensidad de la sabana. Así es África, incontrastable.





