De joven, tenía un vecino que criaba conejos; pero, en aquellos tiempos, para mí un conejo era un bicho simpático que te pone chocolates en la almohada cada Pascua. Pasaron los años y probé mi primer conejo en casa de unos amigos franceses. ¡Oh, revelación!
Y es que hacer un buen conejo es fácil, pero tiene su truco y el mejor tip me lo dio el chef Fabien Migny.
El secreto para un conejito tierno es marinar al animalito, preferiblemente dos días antes, en aceite de oliva, que no tiene que ser virgen.
Esto se debe a que, como el conejo es un animalito de naturaleza magra, no tiene mucha grasa inter o intramuscular, pero sí tejidos conectivos recios y músculos pequeños. El aceite de oliva juega un rol importante, porque crea una reacción enzimática que rompe las cadenas de proteína.
El mejor conejo que me he comido en mi vida hasta hace poco fue uno que probé en el restaurante Olivier’s, en Nueva Orleans, y el segundo mejor (que de repente lo empata) es uno que hace mi amigo Ángel Alvarado.
Pedro Masoliver hace un buen conejo cada muerte de obispo, que vale la pena (especialmente, dependiendo de qué obispo se trate), y en Volcán hay un restaurante griego que la compañera Aristóloga reseñó hace no mucho (ver La Prensa, 3 de septiembre de 2008), donde preparan uno meritorio.

