La primera vez que cociné unas espinacas, eran de lata. Seguía la receta de spanakopita de Sofía Papadópulos y debo confesar sin compunción que aún uso las enlatadas para ello; Y es que, a menos que vaya a hacer sopa o algún plato que requiera de cocción larga, evito la espinaca criolla ¿Por qué? Porque ni siquiera pertenece a la familia de las espinacas, Chenopodiacea o quenopodiácea. La nuestra es un bicho totalmente diferente, su nombre botánico es Basella alba. Tiene una hermana de tallos rojos, Basella rubra. Ambas son mucho más babosas que la espinaca propiamente dicha, y la razón por la que la B. alba se cultiva aquí es que proviene del sur de Asia, de climas tropicales como el nuestro y por tanto, soporta altas temperaturas.
Además del nombre científico, se le conoce como espinaca de Ceilán o espinaca vietnamita; en China, se la usa para sopas y guisos y lleva diversos nombres según la región: saan choy, shan tsoi, luo kai, shu chieh o lo kwai; en Japón se llama tsuru murasa kai; en Vietnam mong toi; en Tailandia, paag-prung; mientras que en Indonesia puede llamarse genjerot, jingga o gendola. Sus frutos contienen un pigmento rojo que se utiliza para teñir alimentos, con fines cosméticos o como tinta para sellar documentos oficiales. En cuanto a su valor nutritivo, no he encontrado mucha información al respecto: únicamente una nota del American Journal of Clinical Nutrition en que dice que el consumo diario de basella y camote aumenta el nivel de vitamina A en los hombres de Bangladesh.
(Vea Usos de las espinacas)
