Durante mucho tiempo, la miel de abeja fue el único endulzador que conoció la civilización occidental, ya que la miel de caña, originaria de la India, no llegaría a Europa hasta después de las cruzadas.
En el otro lado del mundo, decía el Popol Vuh, libro sagrado de los mayas, que la abeja brotó del enjambre universal que queda en el centro de la Tierra y que la miel fue enviada al hombre para quitarle la apatía y la ignorancia (ya conozco yo a varios a los que les recetaría un litro al día).
Casi todas las culturas asocian a las abejas y a la miel con la productividad, con la llama creativa y con las cuevas y cavernas subterráneas que son parte de la semiótica femenina de los mitos agrarios.
Proserpina —también conocida como Melita, o creadora de la miel—, la diosa romana de la primavera, temporada en que las abejas comienzan a recolectar miel, también era la reina del Inframundo.
Según Ovidio, la miel fue un regalo de Baco/Dionisio, dios del vino. De vuelta de una rumba con sus acompañantes los sátiros, se apareció un enjambre y Baco lo guió hasta el tronco hueco de un árbol, que las abejitas luego llenaron de miel.
En los ritos funerales, a los muertos se les daba una ración de miel para que disfrutaran en la otra vida, ya que la miel connotaba la inmortalidad.
Desde la era neolítica, los arios, babilonios, sumerios y cretanos enterraban a los grandes hombres en miel; Alejandro Magno se hizo embalsamar en miel, y a pesar de que los egipcios embalsamaban en cera y no miel, la misma palabra “momia” proviene del persa antiguo, mum, que significa miel.
VEA De flor y enjambre

