La palabra naranja proviene del antiguo sánscrito narunga, que significa “fruta como el elefante”. Citrus aurantium, la naranja amarga o agria, dio base al nombre porque se conocen tanto la dulce como la amarga en latín (aurantium), en italiano (arancia) y en francés e inglés (orange), haciendo eco, por supuesto, de su dorada cáscara (¿recuerdan la clase de química, donde aureum era oro y su símbolo AU? Y eso que casi me quedo por fracasona en química.
Eso es un hecho; ahora, lo que no tengo muy cierto es si la Casa de Orange, o sea, la Casa Real de Orange-Nassau (y eso que en historia era una lanza) adquirió su origen por el cítrico (lo de Nassau, segurito, fue que le pusieron así a la isla en honor a los holandeses encoronados y no al revés) y si tomó su nombre de la fruta, pero los celtas tuvieron un asentamiento llamado Arausio en el sur de Francia.
Para no cansarte, tras ires y venires con la Iglesia católica, los franceses, los holandeses, etc., hasta que en 1544, uno de los Nassau (una familia real de Alemania) llamado Guillermo “el silencioso” (ojalá los políticos con ADN de asinus adquirieran la virtud de marras, aunque me conformo si lo hace Bosco) heredó el título de Conde de Nassau.
La fruta en sí proviene del noroeste indio y el suroeste chino; luego comenzó a emigrar por toda la cuenca mediterránea durante los primeros siglos de la era cristiana, encontrando un hábitat compatible en Sevilla (por lo que en inglés se conoce como Seville orange), formando parte importante del huerto andaluz.
Su periplo fue imitado por su hermana dulce unos 500 años más tarde.
Colón trajo ambas variedades a América y es posible que en Panamá ya se cultivara, para 1509, en Darién.

