Un amigo tuvo hace poco su peor experiencia erótica. Se fue a Cartagena a pasar el fin de semana con una modelo 90-60-90 y nunca la pasó tan mal. ¿Le salió esquiva la muchacha? No. ¿Fría? No. ¿Demasiado exigente? No.
–La cosa estuvo perfecta hasta la madrugada, me confió.
–Entonces nos dormimos. Abrazaditos, como corresponde.
–¿Y?
–¡Y ella roncaba! Algo tenía torcido allá adentro.
Desenlace: mi amigo no pudo pegar los ojos esa noche. En cambio, durmió toda la mañana, mientras la modelo paseaba sola y furiosa por la ciudad. De común acuerdo, cancelaron la reservación en el hotel, abandonaron la ciudad esa tarde y no volvieron a saludarse.
Él, que es un caballero, nunca quiso contarle que ella roncaba.
Está claro que el ronquido lo inventó Dios como circunstancia disuasoria del adulterio. No así del matrimonio, por supuesto. Es tan noble y sacrificado el matrimonio, que incluso llega a incorporar al sagrado vínculo el ronquido de uno o de los dos cónyuges. Al principio es incómodo. Digamos, los primeros 20 años. Pero, como uno no está en Cartagena tratando de sacarle provecho al fin de semana –y como el cónyuge no suele ser un modelo de belleza–, le pone paciencia al asunto y acaba acostumbrándose a él.
También los vecinos de un aeropuerto se habitúan al estrépito de los aviones, y los que tienen casa al lado de una salsoteca concilian el sueño aunque suene la Sonora Matancera a pleno volumen.
Digo más: hay maridos y esposas a quienes les hace falta la locomotora que resopla al lado. Sé de parejas veteranas que terminaron divorciándose porque uno de los dos se operó de apnea (que no es una diosa griega sino el nombre científico del ronquido). También sé de viudas que no echan de menos el cariño, el sueldo ni el apoyo del marido, sino el retumbar nasal y gutural que emitía.
–Desde que murió Ruperto no puedo dormir, comentaba una desconsolada viuda: ¡añoro cómo temblaba la cama!
Y las amigas la miraban con envidia, sin saber que se refería a la faringe sísmica del difunto.
Cierto: mientras uno se acostumbra, resulta difícil dormir con un roncador y quitasueño. Dios, con su curioso sentido de la justicia, decidió que ninguno de los que roncan se despierte con sus propios ronquidos. De allí que corresponda a su sufrida pareja atacar el mal.
Conozco algunos remedios para ello, y procedo a analizarlos.
·•Amarrarle algo con un lacito. Esta vieja fórmula no sirve. Por el contrario, resulta muy peligrosa, pues podría estorbar la circulación de la extremidad o miembro y conducir a la gangrena y amputación. Y el ronquido seguirá.
··•Algodones en las fosas nasales. No solo es sucio, sino que obliga al enfermo a roncar solo por la boca, lo que aumenta el estruendo.
··•Algodones en las fosas nasales y espadadrapo en la boca. Peor. El enfermo terminará roncando por donde mejor pueda.
··•Evitar que coma o beba después del mediodía. Favorece la economía familiar, pero produce en el enfermo el lastimero “ronquido famélico”, que no solo desespera sino que hace llorar de compasión.
··•Triple almohada bajo la nuca. Disminuye la intensidad del ronquido, pero empieza a parecerse a un aria de Wagner, que es más grave.
··•Dormir boca abajo. Inútil. El buen roncador se hace oír aunque le toque atravesar el colchón, pared y el piso con sus rugidos.
Pagar médicos costosos, poner el paciente a dieta y leerle libros de Thomas Mann le arruinarán el presupuesto, la digestión y el genio, pero no le curarán la enfermedad. Solo conozco un remedio que suprime el ronquido. Consiste en preparar después de la comida un té caliente, exprimirle media naranja y arrojar en él tres cucharadas de este milagroso producto, cianuro de potasio y se consigue, con ayuda de un médico amigo, en las droguerías.
