PAULO COELHO

El Tíbet y la reencarnación

RELATO. Cuando le preguntaron si era la reencarnación de los anteriores Dalai Lamas, el actual líder espiritual del Tíbet respondió: Se trata de un asunto muy complicado. Algunas personas se reencarnan, otras son apenas símbolos del ser que desencarnó.

Es decir: el Dalai Lama no respondió ni que sí ni que no. Sin embargo, de acuerdo con las enseñanzas del budismo tibetano, nuestra consciencia sutil –que existe en todos los seres humanos, pero que normalmente está adormecida– permanece después de la muerte.

En esta consciencia sutil se archivaron todas las acciones, los gestos y las intenciones de la vida que acaba de terminar. Todo eso, tras permanecer algún tiempo en el espacio vacío, termina por encontrar de nuevo su forma física en un nuevo cuerpo.

El pueblo tibetano procura archivar en esta consciencia sutil (una variación de lo que conocemos como alma) una serie de comportamientos que ayudarán en la próxima vida. Cuantas más veces se repita la tarea, más fuerte será la marca que se deja –por esta razón, los rituales religiosos son casi diarios–.

Además de realizar esta serie de ejercicios premeditados, en el Tíbet, cuando un maestro muere, procura dejar pistas para que su próximo cuerpo sea fácilmente reconocido.

En 1935, nació el Lama Yeshe, que dedicó su vida a estudiar el misticismo tibetano, fue al exilio durante la invasión china, y acabó sus días en California. El día de su muerte, llamó a su discípulo favorito y le dijo que en esta ocasión se reencarnaría en Occidente. Pasaron algunos años, y el discípulo soñó con Yeshe, quien le pedía que fuera a buscarlo.

Así lo hizo, y visitando los diversos monasterios fundados por su maestro, terminó en la ciudad de Bubión, al sur de España, donde encontró a un niño que había nacido justo el día que tuvo aquel sueño. Le mostró al chico una serie de campanillas y de collares de cuentas, y el niño, que tenía entonces dos años, seleccionó exactamente los que habían pertenecido al Lama Yeshe, con lo que fue proclamado como su reencarnación y fue conducido a un monasterio para ser educado según los rituales tibetanos.

El antecesor del actual Dalai Lama indicó dónde debería renacer. Tres o cuatro años después de su muerte, unos monjes fueron a una aldea de la zona este del Tíbet, y encontraron a un niño que coincidía con la descripción. A este niño –el actual Dalai Lama– lo llevaron al palacio de Potala, en Lhasa. Al llegar, se puso a caminar por el palacio con gran naturalidad y, en un momento dado, vio una caja.

–Mis dientes están ahí, dijo.

En realidad, la caja contenía la dentadura postiza de su predecesor.

La vaga respuesta del principio de este artículo, dada por el Dalai Lama al periodista Mick Brown, tiene su razón de ser: todos los grandes maestros tibetanos siempre dejan marcas semejantes al ejemplo mencionado, pero es imposible verificarlas o comprobarlas fuera de su contexto cultural. Eso produjo toda una serie de falsos maestros brotando en diferentes puntos del planeta, garantizando que pertenecían a un linaje de verdaderos sabios, pero cuyo único propósito era reunir un grupo de discípulos que contribuyesen financieramente a su bienestar.


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