Hace unos días andaba brujuleando por el mercado de abastos y me encontré con tomates de árbol. Arrebatada como quien se encuentra unos zapatos de Manolo Blahnik a "sólo" trescientos dólares, me compré dos libras de los bellos frutos ovoides, de un rojo granate casi místico, y me los llevé a la casa. Y me pasé los próximos tres días mirándolos, pensando qué rayos podía hacer con ellos. La verdad es que mi único contacto con Solanum betaceum –como se puede ver, es una solanácea como la pimienta, el tabaco, la papa y el tomate—era en las deliciosas compotas que hace mi amigo Charlie Collins, y no tenía ni la más remota idea de qué hacer con ella. Así que llamé a mi amigo chef y comencé con lo más rudimentario: "Charlie, cuando haces tu compota de tomate de árbol, ¿lo pelas?" Tras la respuesta afirmativa, me fui a buscar el libro de Elizabeth Schneider llamado Vegetables from Amaranth to Zucchini, que incluye cuanto bicho raro que pertenezca al reino vegetal se pueda comer, y me encontré con el fruto de marras.
El website de Purdue University también me informó que tiene más nombres que un príncipe europeo: tomate, tomate extranjero, tomate granadilla, granadilla, pix, y caxlan pix (Guatemala); tomate de palo (Honduras); arvore do tomate, tomate de arvore (Brasil); lima tomate, tomate de monte, sima (Bolivia); pepino de árbol (Colombia); tomate dulce (Ecuador); tomate cimarrón (Costa Rica); y tomate francés (Venezuela, Brasil).
También fue llevado al sur de la India, Malasia, Australia y África oriental, y cerca de 1970, los neozelandeses, grandes productores de éste fruto, le inventaron y comenzaron a comercializarlo con el nombre tamarillo, que es el que se ha popularizado en Estados Unidos y demás importadores de la cosecha neozelandeza, a pesar de que es originario de los países andinos y también crece en tierras altas de Costa Rica, Jamaica, Puerto Rico, Haití y, por supuesto, Panamá.
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