Ana AlfaroEspecial para La Prensa vivir+@prensa.comCon los calores que hacen, no quiero saber nada de acercarme a un fogón: no quiero cocinar, ni siquiera pasar por el umbral de la cocina. Y, principalmente, no quiero tener la panza llena de comida caliente que me recuerde que el termostato está que va a explotar. El website del tiempo me dice que, para Panamá City, Panamá, al momento de escribir esto, la temperatura está en 33ºC, pero que el realfeel, o sea cómo se siente de verdad, es de 40 grados centígrados, o sea 104 Fahrenheit. Lo que significa que ni loca entro a la cocina. Además, hace algunos años, decir "ensalada" se refería a una rodaja de iceberg, una rodaja de tomate y una de pepino. Muy similar a lo que aún sirven las fondas como acompañamiento, con mucho mérito, pero a años luz de la maravillosa, sofisticada oferta actual del mercado.
Tan, pero tan grabada en nuestro consciente cotidiano está la ensalada, que rara vez ponderamos sobre sus orígenes. El término, por supuesto, se deriva de sal, que por supuesto significa "sal", el compuesto químico cloruro de sodio. A los legionarios se les pagaba en parte con los cristales blancos (ergo el término "salario") y comían su salata o ensalada con un poquito del polvito, un aliño de vinagre para el calor y aceite para el sabor. Los legionarios, parece, también complementaban su dieta con las hojitas verdes que hallaban en el camino, de la misma forma en que en la Europa de hoy se cosecha lo que crece en el monte: las hojas tiernas de diente de león, las hierbas que crecen en las laderas toscanas, las arúgulas y berros, en las riberas de los riachuelos por todo el viejo continente.
A América trajo la lechuga Cristóbal Colón, ya que hay informes de su cultivo en la isla Isabela, hoy Crooked Island, en las Bahamas, desde 1494. Su presencia en Haití se reporta ya para 1565, y ya estaba en Brasil en 1650. El otro ingrediente de la ensalada de a diario, el tomate, por supuesto que existía ya en el nuevo continente.
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