Donde alguna vez hubo abundancia y vida, se extiende un desierto llamado Sarigua. Un paraje donde no hay grandes árboles, ni muchos animales; un páramo de Azuero donde la vida es escasa y crece a duras penas.
Aprovechando las primeras luces del día, exploro la antítesis del clásico parque nacional panameño. Podría decir que estoy en la analogía en pequeña escala del desierto de Arizona.
A medida que me interno en estas tierras resquebrajadas por la sal y el viento se hace más fuerte la sensación de que camino por una suerte de cuerpo maltratado, senil, arrugado por las inclemencias de la vida.
Que es un capricho de la naturaleza, no hay duda. Además de estar ubicado en la zona más árida y seca de Panamá, la provincia de Herrera, sus suelos han venido sufriendo un proceso de salinidad permanente.
Pero no solo la naturaleza y el clima causaron su desgaste dramático. Más de 11 mil años de ocupación humana, la tala intensiva y la quema de pastizales para potreros han convertido al Parque Nacional Sarigua en el símbolo de lo que podría ser la devastación de los ecosistemas.
Al pie de un mirador que se eleva sobre el desierto, Juan Aguilar, jefe del parque, estaciona su moto, acomoda su uniforme caqui, propio de la Autoridad Nacional del Medio Ambiente y me saluda. Como lugareño, no oculta su orgullo por Sarigua. Acostumbrado a educar a los escolares que llegan a su tierra, sabe muy bien cómo definir al área protegida.
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