Aunque el café y el chocolate nos sean harto conocidos, no estamos tan familiarizados con la castaña, marron en francés, ese fruto del castaño que anuncia el incipiente invierno, con la alegría de una castañuela, que de ella roba su mote.
Me traen gratos déjà-vus de las grandes y más bellas ciudades del mundo. Porque la ventaja de vivir en el trópico es que vivimos en un eterno verano, y la desventaja es, pues, que vivimos en un eterno verano.
Sentimos el paso de los años, pero con el espejo y no con nuestros sentidos: cuando en Nueva York aparecen las ropas de invierno en los anaqueles, cuando en Turín aparecen las trufas blancas de Alba en las mejores mesas, cuando en Tokio se adornan los postes de luz con ramilletes de arce, cuando caminas por las calles de Londres calentándote las manos en tu cucurucho de humeantes castañas, cuando en París te acomodas con tu Figaro ante el inmortal Sena a ver pasar los bateaux mouches llenos de turistas con cámaras y Vuittones, pero sin idea de dónde encontrar los mejores marrons glacées.
La Castanea sativa es el nombre dado por von Linneo a la castaña dulce española, y castaña, su nombre popular, es el que por extensión se le da a muchos frutos de varios parientes asiáticos y americanos, todos ellos de climas templados que, a pesar del nombre, es de origen asiático.
Xenofón describió, 300 años antes de Cristo, cómo a los hijos de la nobleza persa se les alimentaba con castañas para engordarlos, y fueron los griegos quienes trajeron el árbol desde Asia Menor, para proliferar en esas latitudes. Los romanos lo cultivaban, y que Virgilio lo describe en sus Eclogues y el nombre lo toma del pueblo de Magnesia (en la región de Tesalia, Grecia). Los romanos hacían harina con ellas y que se puede conseguir a veces. Recuerdo con nostalgia que Valerio, el de La Caleta, la traía y hacía unas pastas gloriosas.
VEA De bocado de pobres a deleite de ricos

