Por más buenas intenciones que uno tenga, resulta más que imposible el tratar de resumir aquí, todo lo que se ha escrito acerca de nuestro "descubrimiento", ya sea por testigos de la época (Colón, Vespucci, De Las Casas, Fernández de Oviedo, Mártir de Anglería, Díaz del Castillo, etc.) o algunos de los mismos exploradores o por historiadores contemporáneos.
La literatura abunda y es que el tema lo amerita. El hallazgo de lo que se conocería como América y por nuestra parte de la futura Panamá, siempre nos tendrá que sorprender.
Y es que si nos podemos imaginar lo que significaba ver por primera vez un mundo nuevo y todo lo que él les podría ofrecer, la admiración allí producida debió ser espectacular. ¿Esa parte de la naturaleza, quiénes y cómo la habitaban?
Cuánta variada, enorme y extensa vegetación, la desnudez de sus habitantes, ya fueran hombres o mujeres, a veces los taparrabos, la también hasta entonces desconocida fauna, los alimentos, las formas de resolver sus variadas necesidades, su manera de guerrear, de convivir, de cazar, de orientarse, de descansar, de evocar a sus seres sobrenaturales, de convivir con sus mujeres.
Y qué decir cómo se fueron tratando las variadas situaciones laborales, religiosas, de libertad, de política y demás.
Cuántas interrogantes, se nos quedarán sin contestar.
Pero aún habría que añadir, cómo la ambición desmesurada por ese oro –o estiércol del diablo como más tarde lo llamó Voltaire– fue para los conquistadores el objetivo de su mayor preocupación.
O el querer imponer una religión a inocentes seres que desconocían la idea de pecar, y por lo tanto de arrepentirse o de prometer no volver a recaer. El tener que cambiar, por ejemplo, a todo aquello por un símbolo, la cruz, tampoco les era fácil de comprender y de aceptar.
Y es también por todo ello que este escrito de este domingo va a estar más lleno de dudas o interrogantes que de atinadas contestaciones.
¿Benefició en algo el mal llamado descubrimiento (esas tierras ya estaban allí, habían sido verdaderamente descubiertas miles de años atrás, benefició, repetimos, a los aborígenes? Cinco siglos después ¿cuánto han cambiado en su manera de vivir nuestros descendientes de aquel humano conglomerado? Si los primeros objetivos eran imponer una religión o llenarse del vil metal, a la larga ¿a quiénes esto favoreció?
Pero sigamos imaginándonos ¿cómo vieron los españoles (Bastidas, Ojeda, Nicuesa, Balboa, Pedrarias y demás o los italianos Colón o Vespucci) a esas canoas que se les acercaban a sus carabelas, movidas por esos remos de nuevos materiales, y qué tal el lenguaje de ellos para poderse comunicar?
¿Y sus costumbres matrimoniales? ¿Y todo lo nuevo que encontraban o veían alrededor? ¿Y la sorpresa, a su vez, de nuestros aborígenes al ver nuevos colores de piel, barbas, bigotes, nuevas vestimentas, armas, caballos, perros y hasta a quiénes debieron adorar?
¿O qué tal las ambiciones, las ansias de poder, las traiciones, los asesinatos por parte de los nuevos invasores, en fin, que todo fue de nunca acabar? Nosotros ni lo podemos intentar.
Ah, pero se nos iba olvidando algo antes de terminar. Manuel J. Paredes Lefevre nos recuerda que su padre, Ernesto Tisdel Lefevre, no tuvo 18 hijos con su esposa y tiene toda la razón. Lo que leímos fue que los padres de don Ernesto, Enrique, "británico de origen normando", y su señora Emilia de la Ossa fueron los que tuvieron esa cifra de hijos, y yo lo copié mal.
Textos: Harry Castro Stanziola Fotografías: Ricardo López Arias Comentarios: vivir+@prensa.com







