Ahora que me quedé sin mi maquinita cobarde, he vuelto a usar una Revereware, de nueve pulgadas, acero inoxidable, igual a esa que usaba mi abuelita y que pasó a mejor vida hace como 25 años pero volví a comprar.
Y es que, por lo buenas, algunas marcas son eternas. Lo que no resulta tan bueno es el primer intento de hacer crêpes, a lo que yo llamo “discrepar”; o sea que botas las cinco primeras, con suerte.
Con una brocha, untas una capa muy mezquina de mantequilla a la sartén, echas tu medida de masa, y mueves la sartén rítmicamente hasta que todo quede cubierto. Con un cuchillo levantas los bordes, y con los dedos y una espátula –eso es, si puedes, porque la espátula y yo nunca hicimos clic— la volteas y la doras del otro lado. Y así sucesivamente.
Esto de las crêpes no lo inventaron siquiera los franceses, aunque fueron los que las llevaron a punto de arte: las crêpes y sus primas rústicas, las panquecas, constituyen un producto culinario más antiguo que el de la panadería, ya que mucho antes de que al hombre se le ocurriera inventar el horneado ya cocía panes, o masas, sobre piedras y luego sobre planchas metálicas.
Las primeras panquecas que se pueden distinguir con claridad de sus otros parientes, los panes chatos, son unas dulces descritas por Apicio, hechas con una masa de huevo, leche, agua y un poco de harina, que se servían con miel y pimienta.
De ahí en adelante, cada pueblo tiene su versión de crepas y panquecas: los chinos tienen bao bing; los indoneses, dadar gutung; los húngaros, palacsinta; los franceses, pannequet; los alemanes, schmarren, y los rusos, blini. Es más, en muchas culturas estos manjares están íntimamente asociados a la cuaresma, como el caso de Maslyanitsa, o “festival de la mantequilla”, que se celebra en Rusia.

