No falta quien apunte que cuando los tiempos se presentan duros, como parecen hacerlo los actuales, no hay nada mejor que tratar de endulzarse la vida, al menos a la hora del postre; hace algunos siglos, el empleo generoso del azúcar hubiera sido prohibitivo, tal era su precio; hoy día, es bien sencillo darle una alegría al gusto y sentirse niños otra vez.
Explicaremos lo del azúcar, por si acaso. Hasta el siglo XVI, el azúcar tenía la misma consideración en Europa que las especias: era una cosa cara.
Se producía en Oriente –la caña de azúcar es originaria de Bengala– y su precio se multiplicaba de modo exponencial desde su cuna hasta el Mediterráneo. Árabes y venecianos tenían casi el monopolio de su comercio. Los primeros habían introducido la caña de azúcar en el sur de España, pero la producción no parecía significativa.
Los americanos, por su parte, desconocían el azúcar de caña.
Para el de remolacha faltaba mucho aún, tenía que nacer Napoleón y pasar una serie de cosas en Europa. En América se usaba para endulzar las cosas, como en Europa, miel de abeja, pero también jarabe de arce. Pero fue gracias a América como el azúcar llegó a popularizarse y a estar al alcance de todas las fortunas, no solo de los privilegiados aristócratas europeos del Renacimiento.
El hecho fue que los españoles llevaron, desde Canarias, la caña al Caribe, y allí la planta prosperó, se encontró con las condiciones ideales.
