Por lo general, detestaba las clases de religión del colegio, porque, generalmente, tenían que ver con arder eternamente si mirabas a un niño de soslayo, o temas similares.
Pero hay una en particular que recuerdo, aunque no recuerde a la monjita que nos dijo que cuando X virgen se había aparecido a Y niñitos, les había dicho que la cura de muchos de los males de la humanidad estaba en la vegetación con que nos ben-dice la madre naturaleza (¡ups, perdón!, regalo de Dios).
En esta vuelta por tierras altas, me han ofrecido un té de una cosa que se llama “orozul” porque traía una tos de perro. Simplemente, mi anfitriona se fue al patio y volvió con una ramita con unas florecillas blanquitas, minúsculas, la lavó, la metió en una taza y le echó agua hirviendo encima.
Cuando me vieron alcanzar el azúcar, surgió un rugido colectivo: ¡Noooooooooo! ¡Pruébalo primero! Wao. Triple wao. Era una cosa dulce, deliciosa.
Después me dieron a morder una de las florecitas, no más grande que una lenteja, y sentí como si me hubiera tragado cuatro sobres de Splenda.
Pero a diferencia de los edulcorantes artificiales –comenzando con la sacarina y el subsiguiente Sweet-n-Low, y el resto del hit parade que nos regalaron las multinacionales a lo largo del siglo XX, ésta es enteramente natural.
Se trata del orozul (Stevia rebaudiana bertoni), conocido también como hierba dulce, y es un género de unas 240 especies de la familia de las asteráceas, originarias de Paraguay pero que crecen por toda Centro y Sur América.

