Acada uno, durante la infancia, nos ha influenciado Hollywood de alguna forma. Entre los que hoy en día son octogenarios, los niños querían ser John Wayne y las niñas, Marilyn Monroe. Entre mis coetáneos, estaban Clint East- wood y Natalie Wood (pero yo, por supuesto, quería ser Barbarella), y las generaciones posteriores tuvieron a mil otras estrellas, no solo de cine, sino de televisión.
Como la película aquella, Cinema Paradiso, que es la quinta esencia de la maravillosa forma en que la memoria borra lo malo y enaltece lo bueno.
Cuenta la historia de Salvatore, famoso cineasta que vuelve a casa para enterrar a Alfredo, su mentor-proyeccionista del teatro del pueblo. Pero este le ha dejado un regalo: una cinta-antología de todos los besos fílmicos censurados durante décadas.
El director Giuseppe Tornatore logra, en su laureada (Premio especial del jurado de Cannes, Oscar por mejor película extranjera, 1989) obra, explorar el sentimentalismo con un ojo a la vez pragmático y nostálgico. Todos tenemos —o deberíamos tener— un recuerdo así en nuestras vidas, sobre nuestro primer amor (un niño, un perro, una bici…).
Mi recuerdo idealizado nunca se materializó: Siempre quise ser parte de una viñeta estilo Norman Rockwell, donde un niño y una niña, en sendos taburetes (en mi visión, una mesa de La Inmaculada), comparten una malteada de chocolate, a dos carrizos. Y tenía que ser de chocolate, claro, porque ¿qué tiene de romántico la vainilla? ¿A quién rayos se le ocurre, por ejemplo, regalar una caja de galletas de vainilla para el 14 de febrero?
Como ilustra elocuentemente esta portada, mis malteadas nunca llegaron a tener dos carrizos, pero de adulta aprendí a disfrutar el chocolate de otras maneras.
Vea La luz de la oscuridad
