Inmenso en su físico y en su genio artístico, el muralista mexicano Diego Rivera (1886-1957) preñó de arte revolucionario a México y Estados Unidos.
Cincuenta años después de su muerte, el artista de Guanajuato sigue siendo recordado por sus mastodónticos y detallados murales, su férrea vinculación con la causa comunista y su fama de seductor y parrandero.
Rivera vive sus primeros años en su estado natal, hasta que en 1892 se traslada con su familia a la capital mexicana, donde a los 10 años comienza sus estudios de pintura en la Academia de San Carlos.
Dos becas educativas permiten al joven Rivera zarpar para continuar sus estudios en Madrid. Tras vivir en París de 1911 a 1921, regresa a México para revolucionar el muralismo y llevar el espíritu del nacionalismo mexicano a las fachadas y paredes de los edificios más emblemáticos.
La faceta de genio de Rivera ha quedado, en ocasiones, opacada por Frida Kahlo, con quien se casó dos veces y mantuvo una relación que los expertos califican de tormentosa, debido sobre todo a las frecuentes infidelidades de ambos. Contra viento y marea, la pareja continuó hasta la muerte de ella en 1954.
Ni siquiera cuando Frida salió del crematorio convertida en cenizas, dejó de funcionar en clave de arte la mente de Rivera, quien realizó un boceto del cuerpo de su amada incinerado.
Su legado se conserva en manos y muros mexicanos gracias a sí mismo, porque se ocupó de crear un fideicomiso que lo gestionase para formar parte del acervo cultural de México.
Su testaferro, amiga y mecenas, la mexicana Dolores Olmedo, hizo honor a su promesa de que no se abrieran parte de sus archivos hasta 15 años después de su muerte en 1957, que en la práctica se convirtieron en 45.

