PAULO COELHO

La rosa dorada

Termino de cenar y miro el cuadro que tengo frente a mí: lo dejaron dentro de un río, durante un año, para que la naturaleza le diese el toque final al trabajo de la pintora. La mitad de la pintura se la llevaron las aguas y la intemperie, por lo que los bordes quedaron irregulares. Pero aún veo parte de la bella rosa roja, sobre un fondo dorado.

Conozco a la artista. En 2003, cuando fuimos juntos a un bosque de los Pirineos, descubrimos el riachuelo, que entonces estaba seco, y escondimos la tela bajo las piedras que cubrían el lecho.

Conozco a la artista: Christina Oiticica. En este momento, se encuentra a ocho mil kilómetros de distancia y, a la vez, su presencia está en todo lo que me rodea. Eso me alegra: a pesar de que llevamos 29 años casados, el amor es más intenso que nunca.

Jamás pensé que pudiera ocurrir algo así: venía de tres relaciones que no habían ido bien, y estaba convencido de que el amor eterno no existe, hasta que apareció ella –una tarde de Navidad–, como un regalo enviado por un ángel. Yo me dije a mí mismo: “Esto no va a durar mucho”.

Durante los dos primeros años estaba preparado para que cualquiera de los dos lo dejase. Durante los cinco años siguientes, seguía pensando que en breve cada cual seguiría su destino. Me había convencido a mí mismo de que ningún compromiso algo más serio me privaría de mi “libertad”. 29 años después sigo siendo libre –porque descubrí que el amor jamás esclaviza al ser humano. Soy libre para amar como nunca amé antes, y esto ha llegado a ser algo esencial en mi vida.

Volvamos al cuadro y al río. Era el verano de 2002, yo ya era un escritor conocido, tenía dinero, pero consideraba que mis valores básicos no habían cambiado. ¿Cómo estar seguro? Realizando una prueba. Alquilamos un cuarto en un hotel de dos estrellas en Francia, donde comenzamos a pasar cinco meses al año. Recorríamos los bosques, nos pasábamos horas conversando, íbamos al cine a diario. La simplicidad nos confirmó que las cosas más sofisticadas del mundo son las que quedan al alcance de todos.

Para mi trabajo, solo necesitaba un ordenador portátil. Mi mujer es... pintora. Y los pintores necesitan enormes talleres. No quería que sacrificase su vocación por mí, así que me propuse alquilar un local. Pero, mirando a su alrededor, viendo las montañas, los ríos, los bosques, ella pensó: “¿Por qué no trabajo aquí? ¿Y por qué no permito que la naturaleza trabaje conmigo?” De ahí vino la idea de “almacenar” las telas al aire libre. Yo llevaba el portátil y escribía. Ella se arrodillaba en la hierba y pintaba. Un año después, cuando retiramos las primeras telas, el resultado era original y magnífico.

Vivimos en aquel hotel dos años. Ella siguió enterrando sus telas, ya no por necesidad, sino por haber descubierto una nueva técnica. Hoy está lejos, pero mañana, o la semana que viene, estará cerca una vez más. Contenta, porque su trabajo comienza a tener reconocimiento en todo el mundo.

Ahora, tan solo miro la rosa. Y le doy las gracias al ángel que me hizo dos regalos en aquellas navidades de 1979: la capacidad de abrir mi propio corazón, y la persona apropiada para acogerlo. ¡Un feliz 2009 para todos!

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