De niña, las galletas eran sinónimo de Navidad en mi casa. Claro que habían otras señales: el arbolito de Navidad, la guirnalda en la puerta, el nacimiento. Todas estas muy bien, pero hasta ahí.
Jamás fui una niña que se interesó extraordinariamente en ponerle las luces o bolas al árbol, o el nacimiento, o las velitas, o la decoración de ningún tipo. No. Yo estaba enfocada en los regalos, que como harto sabía, venían no por la chimenea, sino en la maleta de cuero rojo que traía mi madre de viaje, de regreso a visitar a sus papás en Montreal.
¡Ah!, y en las galletas. De unos tíos checos, llegaba un cofre. Se trataba de una gigantesca lata rectangular, con tapa abisagrada y con personajes lúdicos en relieve, que de sus entrañas ofrecía galletas de jengibre, de masas de nueces y frutas molidas, coberturas de chocolate, plantilla de “hostia”, en fin, una serie de exquisiteces, de lo mejor que en el entonces ofrecía Mitteleuropa para la exportación.
Y luego venía la parte de Mami. Era una elaboración casi industrial de galletas caseritas: de una prensa de aluminio iban saliendo galletitas troqueladas en forma de perritos, arbolitos de Navidad, estrellas, florecitas y camellos, que no eran más que los perritos que salían muy gordos por haber apretado demasiado el tornillo extrusor.
Del libro de recetas de su madre, cuadritos de masa semisuave con cubierta de jalea horneada; “copitos de nieve”, bolitas rellenas de nueces y cubiertas de azúcar en polvo; brownies hechos en casa y, finalmente, galletas de pizcas de chocolate. Encontrar su escondite llegó a ser más importante que destrancar la maleta roja.
VEA Una solución sabrosa

