Cuando, en 1986, fui por primera vez a Nuevo México, los gringos estaban descubriendo los tamales, como si fueran la cosota. Tengo por ahí, aún, una copia de Modern Southwest Cuisine, de John Sedlar, publicado en ese mismo año, que contiene recetas como "tamales de molleja con hongos morille y trufas negras", "tamales japoneses de pescado con mantequilla de jengibre" y "tamales de espinaca con salsa de anchoas".
Si para los estadounidenses en aquel entonces estas creaciones parecían extrañas y rimbombantes, solo hay que imaginarse la cara de los indios cuando, de las carabelas españolas, descendieron no solamente unos hombres con pieles extrañamente rosadas, sino, también, unos cuadrúpedos de nariz rechoncha: porque donde iban los españoles, llevaban consigo sus chanchitos, caballos, vacas, etc. Y así, de este profundo choque cultural, evolucionó lo que ha pasado a ser el platillo latinoamericano por excelencia: el tamal.
La suerte del tamal había sido echada 500 años antes de que un Maître d’ coprófago me chifiara una mesa del Coyote Café de Santa Fe, N. M., cuando en 1486 Isabel y Fernando concedieron audiencia a Colón en Alcalá de Henares, comenzando el largo rosario de vicisitudes del Almirante de la Mar Océano. Pero dudo que el pobre Colón haya llegado a disfrutar de un buen tamal, hallaca o humita. Ese placer le tocó a otros.
Vea ¿Tamal?... ¡‘Ta bien!
