La cancelación de la Serie del Caribe en Venezuela abrió, casi de inmediato, el debate si Panamá estaba o no en condiciones de asumir un evento de esa magnitud. No pasó hasta que se confirmó que será Guadalajara, México.
De haberse prolongado la opción de Panamá, la discusión se iba a centrar en el estado del techo del estadio nacional Rod Carew, la alternativa del Mariano Rivera o el reto social del Juan Demóstenes Arosemena. Todo eso es válido. Pero también es insuficiente. Porque el verdadero problema del béisbol panameño no se resuelve con albergar un torneo internacional por una semana, sino con entender qué tipo de béisbol queremos construir y sostener el resto del año.
Panamá hoy parece no tener una liga profesional activa. Probeis no se está jugando y no hay señales de que eso cambie. Las razones son múltiples y complejas: financieras, estructurales, dirigenciales. Sería injusto reducirlo todo a errores de una sola parte. La dirigencia ha tenido aciertos y desaciertos, como ocurre en cualquier proyecto deportivo de largo aliento. Lo cierto es que, con apoyos puntuales y esfuerzos aislados, Probeis logró mantenerse a flote durante unos 15 años. Eso no es menor. Pero tampoco alcanza.
No percibo que en ese tiempo se haya logrado instalar una liga profesional en la mente del panameño promedio. No se consolidó como una competencia esperada, discutida, deseada. Y cuando una liga no forma parte del imaginario colectivo, todo se vuelve cuesta arriba: los estadios vacíos, el desinterés del aficionado casual, la cautela —por no decir ausencia— de la empresa privada. Y eso también hay que decirlo sin dramatismos: no todo debe ser apoyado por todos. No todo evento deportivo merece patrocinio automático. El apoyo se gana, se construye, se justifica.
Desde la mirada de alguien que consume béisbol y al que le importa el béisbol de su país, el gran ausente en esta ecuación ha sido la unión. La capacidad de sentarse, ceder espacios y pensar en colectivo. Países como República Dominicana entendieron hace décadas que el crecimiento del béisbol pasaba por alinear intereses. Su liga invernal, jugada entre octubre y enero, es hoy —en términos deportivos— probablemente la más sólida del Caribe. No porque tenga infinitos recursos, sino porque logró coherencia, identidad y propósito. Seis equipos bastaron para crear un producto reconocible y competitivo.
México tiene más dinero, mejores estadios, mayor músculo empresarial. Eso no se discute. Pero nadie pone en duda el nivel que ofrece la liga dominicana, ni su impacto en la formación, proyección y regreso de sus peloteros. Panamá, en cambio, sigue fragmentada entre su béisbol tradicional y su aspiración profesional, sin terminar de casar ambos mundos.
Tal vez la vía para darle un giro real al béisbol profesional panameño pase por una fórmula distinta. Una articulación entre el Campeonato Nacional de Béisbol Mayor —que históricamente se juega entre marzo y mayo— y una estructura profesional que permita elevar el nivel sin perder identidad. Abrir la puerta para que peloteros panameños que actúan en ligas del exterior, en sucursales de Grandes Ligas o incluso en la MLB, puedan regresar y vestir la camisa de sus provincias: Los Santos, Herrera, Panamá Metro, Chiriquí y Colón. Eso conecta con la gente. Eso genera sentido de pertenencia.
El debate sobre la posible no realización de Probeis en 2025 no debería quedarse en la nostalgia ni en la queja. Debería ser una oportunidad para preguntarnos, con honestidad, dónde queremos que esté el béisbol panameño dentro de diez años. Hoy incluso se normalizó decir que el béisbol juvenil convoca más público que el béisbol mayor. Y está bien. El juvenil se ha ganado su espacio con entrega, con emoción genuina, con el orgullo que despierta en compañeros de escuela, familias y comunidades enteras. Es mérito propio.
Pero Panamá no puede darse el lujo de resignarse a que su torneo por excelencia pierda terreno o se estanque. No afirmo que eso esté ocurriendo, pero sí que el riesgo existe si no se toman decisiones de fondo.

