En las montañas frías de Boquete, provincia de Chiriquí, donde la neblina desciende cada tarde como una cortina que protege los cafetales, hay un secreto que durante décadas se guardó en silencio. Era un susurro de los productores más viejos, un rumor entre hojas verdes y granos rojos que apenas comenzaba a tomar forma cuando nadie imaginaba que Panamá llegaría a producir el café más caro del mundo. Allí, en ese paisaje que parece detenido en el tiempo, empieza la historia del geisha panameño.
Ricardo Koiner, presidente de la Asociación de Cafés Especiales de Panamá, lo resume con una frase que sirve de puerta de entrada a este relato: “Esto no es suerte”. Cuando lo dice, su voz lleva el peso de casi tres décadas de trabajo silencioso, de experimentos, fracasos y reinvenciones. Porque Panamá no siempre fue el país admirado que hoy figura en las subastas internacionales; hace 30 años, simplemente no existía en el mapa del café.
En aquellos años, la mayoría de los productores estaban al borde del colapso. El café panameño no tenía reconocimiento, ni calidad destacada, ni sistemas de mercadeo capaces de abrirle un camino entre gigantes como Brasil, Colombia o Vietnam. En 1996, la libra de café apenas se pagaba a 60 centavos, mientras cosecharla costaba 50. Era una ruina anunciada. Hubo un momento, recuerda Koiner, en que los productores estuvieron a punto de arrancar los cafetales para sembrar hortalizas.
La unión de los cafeteros
En ese escenario desesperado nació algo inesperado: la unión. La Asociación de Cafés Especiales surgió como un pacto casi contracorriente. Los productores dejaron a un lado recelos históricos para pensar en un objetivo común: que Panamá tuviera nombre propio en el mundo del café. Esa unión permitió reconstruir lo que estaba por desmoronarse y, sobre todo, explorar una idea audaz: buscar una variedad que ofreciera sabores distintos.
Esa búsqueda tomó años, pero tuvo su recompensa. De entre los cafetales apareció una variedad cuyo nombre había sido mal escrito desde su llegada al país hacía medio siglo: geisha, originaria de Etiopía, África, guardada durante décadas sin que nadie sospechara su potencial. Fue gracias a las competencias organizadas por la Asociación que los productores descubrieron lo que tenían enfrente.
Las competencias, un concepto radical para la época, obligaron a los productores a poner sus mejores granos en juego. Fue un ejercicio que generó tensiones: alguien tenía que perder. Pero, paradójicamente, eso se convirtió en el motor de mejoras continuas. Cada productor que no ganaba regresaba al año siguiente con nuevas técnicas, nuevas variedades y nuevas estrategias. El sector cafetalero comenzó a transformarse desde dentro.
Cuando finalmente decidieron subastar los cafés ganadores, las cosas cambiaron para siempre. Las primeras subastas fueron pequeñas, casi íntimas, dirigidas a compradores conocidos. Pero al incorporar internet, la puja se abrió al mundo. Y cuando el Geisha entró en escena, los precios se dispararon: de 8 dólares el kilo pasó a 60 en un año; luego 80, 100 y así, escalón tras escalón, hasta llegar a cifras impensables.
Precio récord
En 2025, Panamá alcanzó un récord mundial: 30 mil dólares por kilo de geisha. Un precio que parece imposible para un país tan pequeño, pero que se explica por tres elementos: reconocimiento internacional, calidad creciente y un trabajo meticuloso que mezcla ciencia, tradición y una ética de colaboración rara en la industria agrícola.
Esta vez fue el café geisha lavado, cultivado por la Hacienda La Esmeralda, ubicada en Boquete, Chiriquí, el que marcó un récord al alcanzar una oferta de 30 mil 204 dólares por kilo. La subasta mundial The Best of Panama, que tomó unas 12 horas entre pujas y repujas de compradores de café de especialidad de todo el mundo, sirve cada año como referencia para que los amantes del buen café puedan adquirir el exclusivo grano panameño. Julith Coffee, procedente de Dubái, fue el comprador que adquirió el lote de café Geisha lavado de la Hacienda La Esmeralda, propiedad de la familia Peterson.
Koiner lo explica con calma, como quien repasa una vida entera en unos segundos. Para él, lo más gratificante no es el precio en sí, sino lo que representa: la validación de un esfuerzo colectivo. “Todos somos felices cuando gana el mejor café”, dice. Porque cuando un productor obtiene la corona, el país entero se beneficia. Y la industria completa sube un escalón más.

Hoy más de cien fincas producen geisha en Tierras Altas. Todas participan de una cultura única: la del café tratado como una obra de artesanía, donde cada grano es recogido a mano y un error mínimo puede arruinar meses de trabajo.
El secreto
Para producir un geisha de excelencia se necesita más que buena mano. Se requiere un microclima específico: temperaturas frías por encima de los 1,400 metros, lluvias equilibradas y una tierra que respire el ritmo de las montañas. El clima hace la mitad del trabajo; la otra mitad la hace la gente. Sin cosechadores que seleccionen solo granos maduros, no hay calidad posible.
Esa es una de las particularidades poco contadas del Geisha: es uno de los productos agrícolas que mejor distribuye la riqueza. Desde los recolectores ngäbe, que pasan largas jornadas en los cafetales, hasta los baristas en cafeterías de Dubái, Corea o Japón, el valor del grano recorre muchas manos antes de llegar a una taza. “No existe otro producto que reparta tanto el dinero como el café”, dice Koiner.
Pero incluso los secretos mejor guardados enfrentan amenazas. El cambio climático se volvió el nuevo enemigo silencioso del geisha: lluvias en verano, veranos en invierno, nuevas enfermedades, ciclos alterados. Todo eso encarece la producción y reduce el rendimiento. No solo afecta al Geisha; golpea a toda la agricultura de altura.

Panamá, sin embargo, logró un hito: convertirse en pionero del café especial en América Latina. No por cantidad —un geisha produce apenas entre 500 y 1,000 libras por hectárea—, sino por calidad. Mientras otras variedades producen hasta diez veces más, el café panameño apuesta a un valor intangible: el sabor como identidad nacional.
La paradoja es que, aunque el geisha se puede sembrar en distintos lugares, solo el de altura panameña logra los sabores florales y afrutados que conquistan a los consumidores asiáticos, un mercado acostumbrado a bebidas ligeras como el té, donde no se añade azúcar ni leche. Allí, cada nota aromática puede expresarse sin distracciones.
Hoy el geisha panameño llega a Dubái, Corea, Japón, Taiwán, China, Estados Unidos y otros destinos donde una taza puede costar más que una comida completa. Y aun así, los compradores pagan. No solo por su rareza, sino por la historia que encierra cada grano.

La conversación con el líder cafetero termina con la misma pregunta que la inicia: ¿qué hay detrás del café más caro del mundo? Koiner sonríe antes de responder. No menciona el clima, ni la altura ni las subastas. Dice simplemente: “Gente. Gente apasionada, comprometida, que investiga, innova y desarrolla”.
Y en esas montañas de Boquete, donde la neblina sigue descendiendo cada tarde, esa respuesta lo explica todo.
