La encrucijada verde del transporte marítimo: decisiones en la niebla regulatoria

La encrucijada verde del transporte marítimo: decisiones en la niebla regulatoria
La edad promedio de la flota mundial sigue aumentando. Un tercio de los buques que surcan los mares tienen más de quince años.

La transición energética del transporte marítimo no se ha detenido, aunque el viento parece cambiar de dirección.

La reciente decisión de la Organización Marítima Internacional (OMI), a través de su Comité de Protección del Medio Marino, de aplazar por un año la adopción del marco global de fijación del precio al carbono, ha dejado a la industria navegando sin brújula.

No se trata de escepticismo, más bien es un sentimiento de frustración ante la incertidumbre puesto que los buques se diseñan para servir durante dos o tres décadas, pero las normas que definirán su futuro se discuten año tras año sin un panorama claro.

Los datos más recientes reflejan los avances de una tendencia hacia la descarbonización.

Según Clarksons Research (2025), de las 3,964 naves actualmente en construcción, la mitad (51%) son buques con capacidad para utilizar combustibles alternativos lo que representa una leve alza comparado con las cifras de años anteriores.

Sin embargo, de los millones de toneladas brutas que se están construyendo, la gran mayoría corresponde a tecnologías ya conocidas o de transición, como el gas natural licuado o el metanol.

Los proyectos que apuestan por nuevas energías, como el hidrógeno o el amoníaco, apenas representan una fracción mínima del total. En otras palabras, la industria avanza, pero con cautela, sin saber todavía cuál será el estándar dominante.

La edad promedio de la flota mundial sigue aumentando. Un tercio de los buques que surcan los mares tienen más de quince años, una cifra que comienza a inquietar a aseguradoras y autoridades portuarias.

Los barcos envejecen mientras las regulaciones ambientales se hacen más exigentes, y muchos podrían quedar fuera de los niveles mínimos de eficiencia energética en los próximos años si no reducen su potencia o actualizan sus sistemas.

Es un dilema costoso: renovar o adaptar, sin certeza sobre las reglas del juego.

El aplazamiento del marco global de precio al carbono ha sido interpretado por algunos como una señal de prudencia, pero también como una muestra de indecisión; citando a Herbert Simon, la racionalidad decrece a medida que se desvanece la claridad, nadie puede decidir con lucidez cuando la información es incompleta o incierta.

Lo cierto es que cada postergación genera un efecto dominó puesto que, los armadores aplazan contratos, los bancos revisan sus condiciones de crédito, los astilleros reprograman entregas y los inversionistas posponen decisiones.

La sensación de parálisis no se debe a falta de recursos ni de tecnología, sino a la falta de claridad.

El mercado global de combustibles fósiles para el transporte marítimo, el mismo que mueve más del 85 % del comercio mundial, alcanzará un valor cercano a 141 mil millones de dólares en 2025.

Es una cifra monumental que refleja tanto la dependencia actual del sector como el enorme desafío de transformarlo.

En este contexto, cada retraso normativo no solo tiene impactos ambientales, con esto se prolonga el uso de tecnologías menos eficientes, se desincentiva la innovación y se amplía la brecha entre las regiones que ya aplican políticas de descarbonización y las que aún esperan definirse.

La Cámara Naviera Internacional (ICS), organización que agrupa a más del 80% de la flota mercante mundial, ha advertido que la industria necesita previsibilidad.

Su secretario general, Thomas A. Kazakos, señaló que la demora en la aprobación del marco de fijación del precio al carbono refleja la complejidad del proceso, pero subraya la urgencia de lograr un consenso que dé estabilidad a largo plazo.

Sin esa claridad, las inversiones seguirán moviéndose en terreno incierto. El aplazamiento no detiene la transición, pero sí la distorsiona.

Al no existir un costo global uniforme para las emisiones, cada región aplica sus propias reglas.

Europa impone su sistema de comercio de emisiones, Asia mantiene la expectativa y América avanza de manera desigual.

El resultado podría ser un mapa fragmentado con buques que cumplen en un puerto, pero no en otro; armadores que operan bajo distintos criterios; y autoridades que interpretan la sostenibilidad de acuerdo con sus intereses nacionales.

En este entorno, la planificación se vuelve una tarea de alto riesgo. Las empresas deben decidir hoy qué tipo de buque construir para operar durante los próximos veinte años, sin saber con certeza qué combustibles, impuestos o estándares de eficiencia energética regirán dentro de cinco.

Las cifras son elocuentes, solo una de cada diez naves en operación puede utilizar combustibles alternativos, y la modernización no avanza al ritmo de las metas climáticas.

Las consecuencias que podrían vislumbrarse son una flota más vieja, seguros más costosos y una alza en el número de incidentes.

Más allá de los datos cuantitativos, el debate pone de manifiesto la carencia de consenso en un entorno multipolar interconectado, donde el transporte marítimo continúa siendo un eje común bajo marcos normativos de alcance global.

El horizonte 2030–2050 augura un entorno en el que la competitividad marítima se medirá en emisiones de dióxido de carbono por tonelada transportada.

Quienes logren anticiparse con innovación, eficiencia y flexibilidad serán los protagonistas de la nueva era del transporte.

Hoy, la falta de claridad no es un obstáculo externo, es el combustible que mueve al mercado. Un combustible volátil, impredecible y, como todos los que arden sin control, capaz de iluminar o incendiar por igual.

Por Capt. Gerardo Bósquez Iglesias


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