Manuel Antonio Noriega se refugió en la Nunciatura Apostólica de Panamá el 24 de diciembre de 1989, cuatro días después de iniciada la invasión estadounidense. De allí no salió sino hasta el 3 de enero de 1990.
El nuncio apostólico de Panamá, José Sebastián Laboa, estaba de vacaciones en su natal San Sebastián, en España, cuando supo que Panamá había sido invadida. Era el 20 de diciembre de 1989 y la noticia se la dio Joseph Spiteri, el secretario de la Nunciatura.
Sin pensarlo demasiado, Laboa fue al aeropuerto y llegó hasta Madrid. De allí viajó a Miami, Estados Unidos, donde un grupo de exiliados panameños le consiguió un vuelo hacia Panamá. El 22 de diciembre, dos días después de haber empezado la invasión estadounidense a Panamá, Laboa estaba aterrizando en una base militar de la Zona del Canal, y desde allí fue trasladado a la Nunciatura, sobre la Avenida Balboa.
Cuando llegó al edificio diplomático, Laboa lo encontró repleto: militares y funcionarios, y hasta un grupo de etarras había ido corriendo hacia la embajada del Vaticano a pedir refugio, y ocupaban cada espacio y cada esquina de la planta inferior de la estructura.
Mientras Laboa tomaba control de la situación, la ciudad sufría el desorden implacable de la anarquía.

Tiempo incierto
Hacía un año que el Gobierno remuneraba con pagarés y las familias hacían lo que podían para tener arroz, frijoles y tuna en la casa. “Uno trataba de tener lo esencial; tampoco era que había una bodega llena para tres meses”, recuerda ahora Ramón Flores, sobre ese año 1989.
Era diciembre y el Gobierno panameño daba tumbos. De presidente en presidente -colocados y removidos por Manuel Antonio Noriega-, la población sentía venir la invasión e intentaba tomar sus precauciones.
El domingo 3 de diciembre, a través de los diarios, se dio a conocer cómo se pagaría la segunda quincena de noviembre y las dos de diciembre. “Navidades felices tendrán los empleados públicos”, prometía el Gobierno.
Un día y otro, y otro más, los periódicos informaban de lo que ocurría: “Tropas advenedizas irrumpen potabilizadora”. “Ejército gringo bloquea entrada a Cerro Patacón”. “Clamor del pueblo: El general Noriega, jefe de Gobierno”.
Por esos días, en El Chorrillo, ahí donde estaba la cárcel Modelo y el Cuartel Central, se inauguró un polígono de tiro con pistas de obstáculos en el área conocida como “El Límite”, en donde las Fuerzas de Defensa planeaban “entrenar a la generación patriótica del año 2000”.
El 16 de diciembre, Manuel Antonio Noriega finalmente logró lo que quería: “Noriega es declarado jefe de Gobierno por la Asamblea Nacional de Representantes”, decía Crítica. Como jefe de Gobierno, Noriega adquiere poderes extraordinarios que le aseguraban conseguir los objetivos de la lucha de liberación nacional".
‘Sentimos miedo, mucho miedo’
Con su puño y letra, el padre Javier Arteta empezó a escribir a las 12 horas de la noche del 19 al 20.
Estaba en el edificio de la parroquia de Fátima, en calle 26 oeste de El Chorrillo, y en medio del fragor contó: ‘’Comienza un intenso tiroteo, disparos, bombazos, tres helicópteros sobrevolando la zona. Nos despertamos y se despierta todo El Chorrillo sobresaltado. Todos comprendemos que no se trata de un tiroteo normal, sino de algo verdaderamente serio. La mayoría sentimos miedo. Mucho miedo”.
Cuando María Flores supo lo que estaba pasando, alzó el teléfono y llamó a su hermano Ramón: “Empezó la invasión. Los gringos nos invadieron”, dijo al teléfono con una voz de susurro, como queriendo que nadie en el mundo la escuchara.
Entonces, todas las paredes de la casa de Ramón empezaron a temblar. Cerca estaba el Cuartel de Tinajitas, y en el cielo oscuro se oían rugir aviones. Segundos después vino el sonido: ¡Bummm! Y los adornos de vidrio traquearon. ¡Bummm! ¡Bummm! Y los vidrios de las ventanas empezaron a temblar.

Estados Unidos estaba en medio de su “Causa Justa” y en la calle donde vivía Ramón había un silencio de miedo.
“Fue una larga noche”, escribió Arteta desde El Chorrillo. “La gente venía y venía. Se oían fuertes disparos... Hubo algún momento de pánico e histeria. Comenzamos a rezar un Avemaría. Creemos que fue el Avemaría más numeroso y rezado con más fervor de toda la historia de nuestra parroquia”.
Cuatro días después, el 24 de diciembre, la ciudad entera seguía siendo un manicomio. Sin policías, militares ni ley, parte de la población se dedicó a robar. “Roban de todo, roban”, escribió Arteta.
A las 5:30 p.m. de ese mismo día, los religiosos de Fátima escucharon por la radio que Noriega se había refugiado en la Nunciatura. “Estamos viniendo en carro por Pedregal y casi nos vamos a la cuneta”.
Entrega navideña
Eran las 9:30 a.m. cuando el nuncio Laboa recibió una llamada: “Ta bien, ta bien. Inmediatamente”. Y se volteó hacia César Tribaldos, dirigente de la Cruzada Civilista, que en ese momento desayunaba con él. “Ponte una camisa de cura”, le dijo.
Tribaldos había hecho amistad con el Nuncio, luego de los varios refugios de los que había gozado en la Embajada del Estado Vaticano, desde el año 1987 a 1989.
Sin saber por qué y no muy seguro de que alguna camisa de cura le quedara, Tribaldos estaba tratando de ver “cómo me metía en la camisa”, cuando sonó el teléfono otra vez. Era Mario Rognoni, militante del Partido Revolucionario Democrático y fiel amigo de Noriega. “¿Mario? ¿Maíto?”, le dijo Tribaldos. “Sí, te habla Tribi”. Tras el saludo de rigor, Rognoni pidió a Laboa: “Sí, sí, bueno... No; está bien. Yo veré que hago.
Entonces Laboa le pidió a Tribaldos que se quitara la camisa y se dirigió al padre Javier Villanueva, quién desde su púlpito en la Iglesia Cristo Rey había arremetido fuertemente contra el régimen militar.
“¿Usted iría a buscar a Noriega?”, le preguntó.
Minutos después, Villanueva estaba de camino hacia un Dairy Queen que estaba cerca del Hipódromo, en Juan Díaz, en compañía de Spiteri. Tuvieron que esperar unos 20 minutos antes de que apareciera un panel de color azul, con una puerta lateral corrediza. Al abrirse, apareció Noriega. Traía puesto un suéter verde militar, pantalones bermudas y chancletas de tienda marca Jumbo. El padre Villanueva lo miró y le dijo: “¿Usted me conoce? Bueno, pase adelante”.

Noriega se deslizó del panel al auto de la Nunciatura -que tenía una bandera del Vaticano-, y el guardaespaldas, que iba al volante del panel, se atrevió a preguntarle: “Jefe, y yo?”.
Noriega tardó apenas segundos: “¿Tú? ¡Piérdete!”.
Un hombre pequeño y cabezón
Lo primero que hizo Noriega cuando llegó a la Nunciatura fue pedir una cerveza bien fría. Era la hora del almuerzo y Laboa lo condujo hacia el cuarto de huéspedes, en el piso superior, donde antes habían estado Tribaldos y el expresidente Guillermo Endara, entre otros.
Desde la Nunciatura, Lahoa le informó al canciller Julio Linares que Noriega estaba allí asilado, y minutos después toda la Avenida Balboa empezó a temblar: Tanques del Ejército estadounidense venían rodando por el malecón, mientras sobre el techo de la Nunciatura sobrevolaban helicópteros.
“Eso fue un estruendo, un estruendo... Porque eran muchos los tanques que venían por la Avenida Balboa; de todas partes, y seis helicópteros que se pusieron encima de la Nunciatura”, detalla Tribaldos.
Enrique Jelensky llegó un día después, el 25 de diciembre. También amigo de Laboa, se ofreció a ser el “intérprete” entre los soldados estadounidenses y Laboa, quien no hablaba mucho el inglés.
“Estaba cargado el ambiente”, recuerda Jelensky. Llena como estaba de gente, la cantidad de comida que se consumía en la Nunciatura era mucha y Jelensky fue el encargado de salir, casi a diario, a hacer compras en un supermercado cercano.
Como el país entero sabía ya que Noriega estaba allí asilado, cada vez que se abrían los portones de la Nunciatura empezaban los gritos, los insultos, las exigencias. “Cuando salía la gente me gritaba de todo”, recuerda Jelenzky.
“Si él no tenía las cortinas cerradas, veía a un soldado americano, apuntándole”, explica Jelensky.
Tribaldos no vio a Noriega sino dos días después de su llegada. Como era visitante regular de la embajada, el nuncio Laboa le había dado llaves para que entrara sin necesidad de tocar, y además tenía una “credencial” que le permitía pasar entre las tanquetas y los soldados sin problemas.
Era el 26 de diciembre y Tribaldos pasó el portón de hierro y llegó hasta la puerta principal de la Nunciatura. Cuando la llave dio vueltas y él empujó la puerta para entrar, sintió que desde adentro se lo impedían. “¿Qué está pasando? ¿¡Qué está pasando!?”, gritó, y empujó con más fuerza.
Entonces se asomó Asunción Eliécer Gaytán, fiel compañero de Noriega: “No, no…don César disculpe”.
Cuando entró, Tribaldos y Noriega se miraron a la cara. “Apenas me vio, peló los ojos y salió corriendo. Subió las escaleras de dos en dos”.
Noriega estaba con el mismo suéter verde, la misma bermuda y las mismas chancletas de tienda Jumbo. En ese momento Tribaldos se dio cuenta de que, sin uniforme ni militares que lo protegieran, Noriega era más bien un hombre chiquito, delgado y cabezón.
“Una cabeza un poco desproporcionada para el tamaño de su cuerpo”, detalle el exdirigente de la Cruzada.

En la mira del francotirador
Dice Jelensky que Noriega nunca durmió con la puerta cerrada. Que las cortinas de la única ventana que tenía el cuarto donde estaba, permanecían cerradas. Que una noche, ya acostados, la tierra vibró y hubo un estruendo. Noriega y Jelensky saltaron de las camas. “Yo dormía en el cuarto contiguo al de Noriega”, explicó Jelensky.
Asustado, Noriega le pidió a Jelensky que bajara a averiguar lo que sucedía. “Fue la primera vez que él habló conmigo”.
Cuando bajó se dio cuenta: en un lote que miraba hacia la vía Italia, en un de los lados de la Nunciatura, los estadounidenses habían decidido aplanar el terreno con unos bulldozers para que pudieran aterrizar helicópteros. “Esto hizo que se estremeciera el edificio”, explicó Jelensky.
Al otro lado de la Nunciatura había un edificio con varios niveles de estacionamientos, y hacia esos estacionamientos miraba el cuarto donde dormía Noriega.
En uno de esos niveles, justo a la altura del dormitorio destinado para el “hombre fuerte”, se había apostado un gringo. Estaba allí, día y noche, a toda hora con un arma. “Si él no tenía las cortinas cerradas, veía a un soldado americano, apuntándole”, dijo.
Mientras Noriega, otros militares y funcionarios seguían resguardados en la Nunciatura, en El Chorrillo todavía lloraban la destrucción del fuego del primer día de la invasión “¿Alguien ha visto la cara de una familia entera que acaba de perder su hogar y queda tan solo con lo puesto, abrazándose estrechamente, palpándose para asegurarse de que todos están vivos?"
En el barrio, reducido a cenizas, los religiosos mercedarios habían tenido también que quemar algunos cadáveres. “A media mañana quemamos otro cadáver que estaba metido en un carro y aplastado. Se lo estaban comiendo los cuervos. Casi no nos lo permiten los soldados. El muerto era un guardia panameño y al quemarse el carro, arden y se disparan cantidad de balas que sobresaltan a las tanquetas cercanas”.
Varios días después, Arteta. escribió en su diario: ‘’Quemamos otros dos cadáveres. Y van seis”.

El final de Ceausescu
Desde Rumania llegaron las imágenes a la Nunciatura. Nicolae Ceausescu apareció entonces en una habitación pequeña, acompañado de su esposa Elena, mientras un tribunal militar los juzgaba por sus actuaciones. Ceausescu había gobernado dictatorialmente en Rumania durante 20 años y le había llegado la hora. Minutos después, en unas imágenes que recorrieron el planeta, aparecieron los esposos tirados en el piso, fusilados, enredados en su propia sangre.
“Un día” —cuenta. Tribaldos— “salió un miembro del PRD, un dirigente del partido, hablando mal de Noriega. Era una persona a la que le tenía confianza y se sintió defraudado”.
Luego viene lo de Ceausescu y la “gran marcha” que los civilistas venían anunciando. “Se organiza esta marcha, en la Avenida Balboa, y era una multitud de gente”, recuerda el dirigente.
Con varios días dentro de la Nunciatura, los civilistas habían decidido manifestarse para exigir la entrega de Noriega y repletaron el antiguo malecón.
‘Yo creo que ahí fue donde él se dio cuenta de que podía pasar a una peor vida si no se entregaba", reflexionaba Tribaldos.
La noche del 3 de enero de 1990, unos periodistas de CNN que estaban apostados cerca del antiguo Holiday Inn de Paitilla llamaron a Tribaldos: “Vea, hay un hombre con uniforme saliendo de la Nunciatura que se parece a Noriega. ¿Me lo puede confirmar?”.
Tribaldos, que vivía cerca, bajó corriendo hasta donde estaban los periodistas y miró el video: “Ese es Noriega”, les dijo.
Y entonces se vio a Noriega vestido con su uniforme militar, cabizbajo y sumiso, entregándose al Ejército de Estados Unidos.


