Las manos le temblaban a Manuel Antonio Noriega. Tenía puesto su traje de general con estrellas doradas en los hombros. Era la noche del 3 de enero de 1990 y habían pasado siete años desde que tomara el control absoluto del país. Esa noche sus condecoraciones habían dejado de inspirar temor.
Noriega salió con rostro sereno de la Nunciatura Apostólica, en Paitilla, donde estuvo escondido desde la Nochebuena. Unos minutos antes de las 9:00 de la noche, el general salió a encontrarse con un grupo de soldados estadounidenses. Solo dos cámaras registraron ese momento. Una era de la cadena estadounidense ABC, la otra era del Pentágono. Que no hubiera medios alrededor era una de las tres condiciones que pidió Noriega para entregarse.
Las otras dos exigencias fueron que lo dejaran utilizar su uniforme m-litar y hacer unas llamadas telefónicas.
El contingente avanzó hacia el cuadro de fútbol del colegio San Agustín, que en ese entonces estaba justo frente a la Nunciatura, donde se encuentra hoy Multicentro. En la penumbra introdujeron a Noriega a un helicóptero Black Hawk y partieron hacia el aeropuerto de Howard, al otro lado del Canal.

El vuelo duró 13 minutos; y Noriega estuvo otros 28 minutos en esa base. Después lo subieron a un avión militar de asientos rojos, modelo C-130. Adentro, un hombre de bigote espeso y chaqueta de la DEA le ajustó las esposas. Noriega ya no era el hombre fuerte de Panamá, solo otro reo más.
Salieron hacia la base Homestead, en Miami, a la que llegaron casi a las 3:00 de la mañana. Lo esperaba un juicio por narcotráfico.
Mientras volaban hacia Florida, en la televisión estadounidense apareció el presidente George Bush padre para revelar las nuevas noticias.
Calificó como un éxito su operación Causa Justa, que pese a las incontables muertes de civiles lograba su objetivo de capturar a Noriega. En Panamá, alguna gente se unió en fiesta con sus invasores. Flameaban las dos banderas; vitoreaban en los dos idiomas.
Prisionero de guerra
Noriega estuvo en Miami casi dos años esperando el inicio de su proceso. El 6 de septiembre de 1991 le abrieron un juicio de mucha cautela, pues era bien sabido que antes de que le declarara la guerra a Estados Unidos, la relación entre ambos era más que cordial.
La defensa del panameño estuvo liderada por Frank Rubino, un abogado con trayectoria en el Servicio Secreto estadounidense. También fue piloto de autos de carrera. Al comienzo del juicio prefirió no hablar, pues quería escuchar a su contraparte para determinar su estrategia.
Del otro lado, el fiscal Michael Sullivan, delgado, alto y canoso. “Es un hombre pequeño en su uniforme de general, el último hombre fuerte de Panamá. Se podrá ver pequeño en esta enorme sala, pero era un gigante en Panamá”. Así habló Sullivan en su apertura, según reportó entonces el diario Chicago Tribune.
William Hoeveler fue el juez del caso. Era un abogado graduado en Harvard, con servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. Los casos de mayor perfil en su carrera fueron el de Noriega y el del niño cubano Elián González, a quien reclamaban sus familiares en Miami y en La Habana, y que tras un largo juicio regresó a la isla.

Los testigos fueron y vinieron: la mayoría aseguraba estar presente al momento en que Noriega recibía dinero del narcotráfico, o cuando daba alguna orden que violara la ley.
Según la revista neoyorquina Harper, Washington le había pagado millón y medio de dólares a 46 testigos en contra del dictador. Era un juicio que no podían perder.
Noriega, según reportes periodísticos, permanecía siempre callado y observador. Su esposa, Felicidad, también solía estar en la sala. A veces, con una de sus hijas, según otro informe del Chicago Tribune.
El 9 de abril de 1992, siete meses después de que el fiscal calificara a Noriega como “un hombre pequeño”, el jurado lo halló culpable de ocho cargos, incluidos narcotráfico, crimen organizado y conspiración. Dos meses después, Hoeveler lo sentenció a 40 años de prisión, que luego le redujeron a 30, y por último a 17.
Pruebas en contra de Noriega
Su nuevo hogar sería una cárcel de seguridad mínima en el condado de Miami-Dade. Su celda, a la que le llamaban la suite presidencial, tenía varios equipos electrónicos y también para ejercitarse. Comodidad, primero que todo.
Tenía menos de siete meses de estar recluido cuando Noriega mostró su lado temeroso: se volvió cristiano.
Atrás dejó sus supuestos altares de brujería, el tabaco masticado, los pollos degollados; los alegados asesinatos, los secuestros, las bacanales, las violaciones. Se encontró con Dios. Al menos eso fue lo que contó el pastor Joe Garman, dedicado a llevar la palabra a los presidios.

En su sitio web presume de una foto autografiada por Noriega.
El pastor acompaña la historia del panameño con una pregunta arriesgada. ¿Habría Jesús perdonado a Hitler? Garman asegura que sí. El señor trabaja de formas misteriosas.
Juicio a distancia
El cuerpo decapitado del médico chitreano Hugo Spadafora fue encontrado en una quebrada en Costa Rica en septiembre de 1985. Su cabeza todavía no aparece.
Las autopsias y los testimonios revelaron golpizas en tropel, que a patadas le introdujeron una vara por el ano, que le cortaron la cabeza con un cuchillo de carnicero.
Lo detuvieron en tierras chiricanas, después de cruzar la frontera desde Costa Rica. Venía de participar en la guerrilla nicaragüense. Desde allá, calificó a Noriega de narcotraficante y le advirtió que a su regreso se encargaría de derrocarlo. Su sentencia de muerte.
En octubre de 1993, mientras Noriega se sumergía entre su soledad carcelaria y la palabra santa, desde Chiriquí, el juez Luis Mario Carrasco lo sentenció en ausencia a 20 años de cárcel por ser el autor intelectual del asesinato de Spadafora.
Noriega recibió otra condena en ausencia por 20 años en marzo de 1994, cuando lo culparon de dar la orden para asesinar al mayor Moisés Giroldi. A diferencia de Spadafora, este no era enemigo del dictador.
Al contrario, eran compadres, luego de que Giroldi le pidiera a su amigo general que fuera el padrino de uno de sus hijos.
El 3 de octubre de 1989, un par de meses antes de la invasión, Giroldi y 10 jefes más intentaron un golpe de Estado contra Noriega. Al fallarles el apoyo de los militares estadounidenses que mantenían bases a orillas del Canal y que sabían del plan, Noriega aprovechó y les dio su palabra a los sublevados de que los dejaría con vida si desistían de su empresa. Estos dejaron las armas. Los arrestaron. Noriega reiteró su promesa.
Uno a uno, los golpistas fueron asesinados. Al hecho se le conoció como la masacre de Albrook. A Giroldi, el compadre, la cabeza de la intentona, le esperaba un trato especial. Luego de horas de torturas, Heráclides Sucre, otro mayor, terminó con su vida con una ráfaga de balas. “No me maten... ¡por mis hijos!”, fue lo último que alcanzó a decir antes de sentir el plomo en su espalda.

En 1999, Francia también decidió enjuiciar a Noriega en ausencia. El Gobierno europeo lo acusó de utilizar bancos franceses para lavar cerca de 3 millones de dólares provenientes del narcotráfico. Lo sentenció a 7 años. Pidió a Estados Unidos su extradición.
Noriega tenía estatus de prisionero de guerra. En teoría, no podía ser extraditado. Sin embargo, en agosto de 2007, a unos meses de cumplir 17 años de castigo y volver a Panamá, el juez Hoeveler aseguró que lo enviarían a Francia.
Los franceses prometieron un nuevo juicio si los estadounidenses le enviaban al reo, así que tenía la oportunidad de no estar detrás de las rejas por siete años más.
En los siguientes tres años, Frank Rubino, el abogado del exmilitar, gestionó todas las audiencias y todos los recursos posibles para evitar que su cliente sumara más años de prisión, lejos de su familia, de su patria.
En abril de 2010, dos años y medio después de que Noriega cumpliera su condena, Hillary Clinton, secretaria de Estado estadounidense, firmó la orden de extradición.
El 27 de ese mes, Noriega fue transportado en una camioneta negra hasta el aeropuerto internacional de Miami. Fue escoltado hasta un vuelo comercial de Air France por el alguacil federal. El exdictador vestía ropa negra y un sombrero celeste, caminaba con paso lento y sostenido por sus escoltas. Tenía 76 años.
Tres meses después de comenzado el nuevo juicio, los franceses le ratificaron la condena de siete años. Yves Leberquier, su abogado defensor, tildó de injusta la sentencia porque si llegaba a cumplirla, Noriega tendría 83 años para cuando saliera de la cárcel y sería más difícil su reunión familiar en Panamá. Sus quejas fueron ignoradas.
Al dictador entonces lo trasladaron hasta la prisión La Santé, una estructura laberíntica y oscura en el sur de París. El 7 de julio de 2010, el panameño comenzó su condena en el área especial de este recinto, donde también cumplieron sentencia reos famosos, como el expresidente argelino Ahmed Ben Bella, o el venezolano Ilich Ramírez Sánchez, conocido como El Chacal.
En septiembre de 2011, Noriega obtuvo su libertad condicional. Cumplía ya casi cuatro años de su condena francesa, pues le sumaron el tiempo que estuvo en Estados Unidos posterior a su salida y en espera de su destino. Mantuvo buena conducta, así que también tenía derecho a una rebaja de pena.

Sin embargo, Panamá ya lo había pedido también en extradición para que cumpliera las sentencias por las muertes de Spadafora y Giroldi. Continuó recluido hasta que se resolviera este nuevo trámite.
A finales de noviembre, la justicia francesa aceptó la extradición. El 11 de diciembre de 2011, casi 22 años después de su episodio clandestino en la Nunciatura de Paitilla, Noriega regresó a Panamá. Su hogar.
TODOS VUELVEN
El general lucía gozoso. Vestía un traje negro, camisa blanca de rayas, una corbata roja, y una sonrisa de ilusión. “Corona, pórtate bien, sigues portándote mal, me dijo tu yerno... Eudes, Eudes, doctor Eudes Moscoso. ¿Cómo están las crías de avestruces? Un saludo desde Madrid, aquí con tu gran amigo y pariente Moreno”, murmuró Noriega mientras su mirada rebotaba entre sus acompañantes, el celular que lo grababa y el vacío.
Noriega era escoltado por Manuel Moreno, director de investigaciones judiciales de la Policía Nacional, y el médico Jorge Yearwood, a quienes el gobierno de Ricardo Martinelli asignó para que el regreso del dictador fuera un éxito.
Los saludos de Noriega fueron, aparentemente, durante el cambio de avión en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, justo antes de abordar el vuelo comercial 6345, de Iberia. En el trayecto, Moreno y Yearwood se fotografiarían varias veces más con el militar.
Tras 22 años de abandono forzado, Noriega regresaba a su país. Ya no era el tipo procaz que pavoneaba su poder. Ahora era solo un hombre más, un anciano de 77 años. Un recluso.
El Gobierno montó un operativo de despiste. Un hombre en silla de ruedas encapuchado hasta el abdomen –Noriega o un señuelo–abordó una de las tantas camionetas doradas que lo esperaban.
Cada una tomó un rumbo diferente. Solo una tenía como destino el nuevo hogar del general caído: El Renacer, en Gamboa. Allá lo esperaban amigos, funcionarios, adversarios, periodistas. De la camioneta dorada se bajó el hombre encapuchado en la silla de ruedas, lo subieron por la rampa y le descubrieron el rostro.
Desapareció entre las oficinas por un rato, pero después emergió en una especie de pijama roja. Señaló a donde estaban los medios, dijo algo, repartió instrucciones, y se volvió a internar en su soledad carcelaria.
Lucía fastidiado, como si el asedio de las cámaras fuera cotidiano, como si volviera al ser el de antes.
Su nueva estancia no era detrás de unos barrotes. Le asignaron una casa del centro penitenciario que era utilizada por su director cuando aún era controlada por los estadounidenses.
No es grande ni lujosa, pero tiene espacio para su cama, un escritorio, su colección de gorras y su modesta biblioteca personal. A los pocos meses en Panamá, dejó de ser un reo más. Por las mañanas, cuando salía a caminar, a tomar aire, los oficiales del centro le hacían el saludo militar con la mano derecha en la sien. Respeto, ante todo.
La calma alrededor de Gamboa le permitía disfrutar de las visitas de amigos y excompañeros.
También las de sus familiares: sus hijas Sandra, Thays, Lorena, y sus siete nietos.

La vejez, sin embargo, le impedía disfrutar a plenitud de su regreso al trópico. En marzo de 2012, un grupo de médicos aseguró que Noriega padecía enfermedades cardíacas y un tumor cerebral. Advirtieron que su estancia en El Renacer podría empeorar su condición.
En efecto, Noriega fue llevado varias veces al hospital Santo Tomás. A sus 80 años, dejó atrás a los opositores a su régimen, los juegos políticos, la imposición de su voluntad; su peor enemigo hoy son las complicaciones respiratorias.
Por ello, sus hijas insisten, en vano, en que le concedan casa por cárcel. Quizás es lo que necesita el general para que sus manos por fin dejen de temblar.

