Entre los muchos aforismos inolvidables de Nicolás Gómez Dávila, hay uno que recuerdo en estos tiempos. “Reemplacemos –dice-- tantas definiciones de ‘dignidad del hombre’ con una simple y sencilla: hacer todo lentamente”.
Si no fuera por la lucidez de este comentario del gran filósofo bogotano, no habría logrado entender yo lo que parece tan diáfano una vez expuesto: la dignidad personal consiste en hacer lo mismo que hacen los demás, pero con mayor lentitud. ¿Qué hace el cobarde en el campo de batalla? Sale corriendo. ¿Qué hace el hombre digno? Se aleja paso a paso. ¿Qué hace la mujer atolondrada cuando un tipo le dispara una propuesta infame? Le grita y se marcha dando un portazo. ¿Y qué hace la mujer digna? Camina sin premura hacia la salida.
Miles de personas profesan ahora alrededor del mundo un movimiento que aplica la calma a todas las actividades de la existencia. Son personas que se aburrieron de vivir a mil por hora. Empezó por llamarse “comida lenta”, pues era una reacción contra la comida rápida, esa manía de tragarse en dos minutos una hamburguesa y una gaseosa a modo de almuerzo o sustituir la comida por un sánduche consumido de pie.
Los amigos de la “comida lenta” decidieron volver a los almuerzos largos, conversados y procesados despacito, esos golpes alimenticios en que se hablaba más que se comía y lo que se comía era bien saboreado y digerido.
Esta filosofía se extiende ahora a muchos otros terrenos. Los padres han vuelto a leerles cuentos a los niños para que se duerman; el arte de cocinar recupera su viejo atractivo; los adictos al trabajo son mirados con desconfianza; la pereza ocupa de nuevo un lugar en nuestras vidas; el pausado juego del Scrabble o el eterno laberinto del ajedrez empujan al PlayStation; el tren reemplaza al avión, el crucigrama al test de rellenar, la caminada placentera al trote sudoroso, la pantufla al patín y Beethoven al rap.
El campo recobra su milenario atractivo. Dicen quienes vendieron su apartamento en la ciudad y ahora viven en una casa de campo han descubierto placeres maravillosos ajenos a toda dependencia electrónica, como prender una chimenea o cultivar zanahorias.
Todo lo anterior encaja en la definición de dignidad. Nada más lamentable que los programas de televisión que muestran la puesta del sol para que la gente pueda verla en pantalla desde la oficina; nada más digno, en cambio, que sentarse a mirar el amanecer con una taza de café caliente (no instantáneo, por Dios, no instantáneo) en la mano. Yo sé que carezco de autoridad moral para recomendar esta vida serena y lenta, porque vivo en un sexo piso, escribo a toda hora para cumplir con angustia las fechas de entrega de material y solo me levanto de mi silla para prepararme a mil un plato de cereal o ver un partido de fútbol que juega el Barcelona a velocidad de vértigo. Pero se anuncian malos tiempos. Están echando a muchas personas del puesto y el estándar de vida de la gente cae en picada. Si logro vencer mi atafagada cobardía, pienso dar la bienvenida a la adversidad de manera digna, lenta, sosegada. Pronto me prepararé un café, lo echaré entre un termo y me iré al parque más cercano a esperar la llegada de otra crisis económica.