Luis H. Moreno Jr. Especial para La Prensa planas@prensa.com
El tema es, afortunadamente, de universal actualidad. No hay punto de la geografía donde no estallen las denuncias de hechos detestables contra la ética personal y la moral pública. Y hago la advertencia de que es preciso distinguir entre el proceder ético y el comportamiento legal, porque parecen confundirse los conceptos, a pesar de que cada uno tiene su propia esfera de acción y de influencia. No solo constituyen falta de ética, por ejemplo, el peculado, el soborno, la estafa, y muchos otros actos deshonestos; son delitos, cuya conformación y sanción están claramente previstas en la ley. Hay acciones que son inmorales e ilegales.
Hablamos, en forma antitética, del engaño, de la deslealtad, de la falsedad, de la deshonestidad, del aprovechamiento indebido, del deshonor, del abuso de autoridad, de la complicidad malsana, y todas las acciones inmorales, ausentes en los códigos penales, pero presentes en los daños y el desasosiego que ocasionan a la sociedad.
Religión y ética Las religiones han sido, por siglos inmemoriales, generadoras y guardianas de estos principios. Conforme al Diccionario de Etica Teológica de Marciano Vidal, la secularización social y el pluralismo en sus diversas formas, además del creciente individualismo que generó la doctrina liberal, y los efectos profundos de la evolución económica, hasta el "capitalismo salvaje" y el consumismo degenerante de nuestros días, han debilitado las estructuras morales de la sociedad, causando conflictos y trastornos sin nombre, y mermando la confianza y el respeto entre los hombres. A todo esto hay que sumar el déficit de ética civil que conllevan regímenes de fuerza.
Según el ilustrado criterio del eminente profesor Dr. Diego Domínguez Caballero, mi entrañable amigo, "lo menos dogmático es la ética, porque la ética presupone plena libertad y responsabilidad de la persona ante el acto moral, o sea, la total capacidad de decisión individual".
Todas las religiones y sistemas filosóficos hacen honor, en sus señalamientos básicos, a la regla de oro, cuya paternidad se atribuye a Confucio, 500 años antes de Cristo: "No hagas con los demás lo que no quieras que hagan contigo"; una sentencia de equilibrio para definir, formular y decidir lo relativo al bien y al mal, conforme a la propia voluntad, experiencia y convicción, y por qué no, interés o conveniencia.
Corrupción, flagelo mundial Dije que era afortunado que el tema fuese de universal actualidad, porque, al influjo de la democracia, de la tecnología, de la información y de una mayor concienciación interna y coordinación internacional, como acaba de evidenciarse en la reciente Reunión de Presidentes del Hemisferio, en Monterrey, México, y de proclamar el presidente de los Estados Unidos en contra de la entrada y presencia de visitantes corruptos en su país, por todas partes brota y se revela la corrupción, por siglos escondida, disimulada y ensañada, especialmente, contra el bienestar de los más humildes. Así, habrá mayor conciencia del problema y alcance para su solución.
Enron, WorlCom, Tyco, Parmalat, PARLACEN, PECC, Deutsche Bank, CEMIS, BANAICO, son corporaciones nacionales e internacionales que, entre muchas, muchas otras, ocupan lugar en las noticias mundiales por sus escándalos y por los perjuicios ocasionados a millones de incautos que confiaron en su moral corporativa. Pocas, si acaso ninguna actividad humana, se salva del flagelo creciente de la falta de ética; desde la comercial hasta la religiosa, pasando por la oficial y la cívica.
El ámbito local no deja de tener su lista particular. Sin embargo, en otras latitudes los hechos punibles se definen con mayor transparencia, rapidez, enjuiciamiento y sanción. Es de lamentar, para decir lo menos, la crisis de incredulidad y de recelo que se viene apoderando de los panameños, con incalculables perjuicios para la convivencia social y la cohesión que necesita el país a gritos, para, con el esfuerzo de todos, diseñar un proyecto de país que dé alas a la aspiración de superación de todos, y a la urgencia para encontrar un camino mejor.
No son meras palabras románticas. Son actitudes que es urgente vivificar para disminuir el dañino impacto de la desesperación, contenida en el aserto ya común de que "nadie cree en nada ni en nadie" en Panamá, o expresada en editoriales de periódicos de prestigio que, tras el análisis de serios incidentes de injusticia e impunidad, concluyen: "Pobre país en el que vivimos". O, peor aún, denunciada contra un elevado Organo del Estado como "aberración inadmisible en un estado de derecho".
Aparente dilema ético A la luz de este deterioro, es importante plantear la realidad y efectos de la ética, desde los puntos de vista: individualista, "sin tener en cuenta el carácter colectivo de las decisiones responsables", y el colectivista, en el que "la responsabilidad moral se descarga" en la organización, como sujeto de decisiones. La ambigüedad es excelente aliada en esta confusión. "En la integración entre responsabilidad individual y colectiva, y entre moralidad de las acciones y de las instituciones (u organizaciones) se encuentra uno de los puntos básicos del paradigma específico de la ética", señala Marciano Vidal. Justamente hoy, en resonante caso de pederastia sacerdotal, el acusado clama que "se está tratando de hacer daño a la Iglesia católica". Sin embargo, el despido de empleados de una institución autónoma del Estado no se reclama como un ataque contra la organización.
La ética pública, que no necesariamente dispensa exoneraciones ni reconocimientos individuales de responsabilidad ante las decisiones que asume, despliega, dentro de su fisonomía colectiva los mismos valores morales que la ética individual. La historia se ha encargado de valorar la influencia que ejercieron diferentes líderes en sus comunidades: Moisés, Jesús, Buda, Mahoma, Bolívar, Gandhi. Pero sus colectivos no necesariamente reflejaron o reflejan sus valores. Bien decía el mártir hindú: "Admiro a Cristo, pero no a los cristianos, porque no son como Cristo". Por otra parte, conocidos tiranos infectaron e infectan a sus comunidades más allá del fracaso y la repulsa.
Civismo, factor clave La ética y la moral públicas no florecen sin civismo, sin principios de ciudadanía, sin las virtudes y sentimientos de buenos ciudadanos en función de vida sociable. De allí emanan las organizaciones sólidas, de altos objetivos comunes, que sin funcionar en términos de sometimiento alguno, responden a la orientación, al sacrificio y al desprendimiento de individuos y núcleos vinculados a sólidos principios y creencias. El respeto comunal es consecuencia natural en estos casos. Y no se habla solamente de la influencia oficial, muchas veces inhibidora de moralidad pública, por su complicidad o coacción. Se incluye ampliamente en esta trama al sector privado, en cuyas empresas y agrupaciones se engendran casos penosos, atentatorios contra la moral, razón de su existencia.
Las organizaciones pueden y deben forjar una cultura de moral pública. El camino pareciera más fácil que el fortalecimiento o la conversión de la moral individual. Porque en sus manos está el instrumento de sanción pública, que es elemento indispensable en la consistencia del comportamiento; mientras que es más difícil corregir entuertos y debilidades individuales, sin invadir el íntimo círculo de la voluntad y el sagrado terreno de la libertad.
El rechazo comunal a la excepción negativa de la conducta personal es remedio que existe en diversas circunstancias. En Japón, por ejemplo, se excluye o aparta espontáneamente del núcleo social al delincuente que, con su acción, trae vergüenza a su vecindario.
Aquí conocemos de actos escandalosos, que no son siquiera objetados por los grupos, corporaciones, asociaciones y afines, donde se cometen, e incluso son aceptados por estos sin querellas, y más bien con indulgencia. Cuando la sociedad, percudida por este proceder, comienza a perder respeto por ella misma, el síntoma de deterioro general, como el que se percibe por doquier, es motivo de alarma y serias consideraciones generales. Porque es una tarea que debe envolver a todos, como a todos afectan sus consecuencias.
Educar con el ejemplo La educación es el primer y más importante medio de rescate. Es una proposición a largo plazo, pero insubstituible. Nos cansamos de advertirlo, de analizarlo, de programarlo a todos los niveles: el hogar, la escuela, la empresa, el gobierno, las sociedades y los templos. Pero no la educación que se transmite con bostezos y tardanzas, sino con la contundencia del ejemplo personal. Sin embargo, hay complicidad en muchos sectores de la educación. No solo para faltar al comportamiento ético, sino incluso para delinquir en complicidad, como en los casos de desaparición de ahorros escolares y atentados contra el pudor de niños, sin que siquiera se separen de sus puestos a los culpables.
La impunidad es el mejor estímulo a la carencia de moral. Yo soy de los que cree en denunciar al funcionario público, al profesional, al taxista, al médico, al abogado, al magistrado, al constructor, al miembro de sociedades cívicas, por conducta deshonesta, como lo hecho cada vez que ha habido méritos y suficientes evidencias, sólo para sufrir el desaliento de respuestas obscenas de conductores, frente a impávidos agentes de tránsito, o el desparpajo frente a serias y documentadas denuncias ante la más alta magistratura de justicia, sólo para ver engavetados los expedientes por años. La denuncia y la sanción son imperativos en un estado de derecho. Es preciso que el abogado las exija, en lugar de esperar que sus acciones dilaten los procesos legales hasta la prescripción.
Esta no es tarea ni obligación de uno, ni de varios, ni de muchos. Si deseamos un país decente y moral, tenemos que fajarnos con toda nuestra capacidad, con la voluntad requerida, con el valor que exige una sociedad en deterioro, y comenzar con el ejemplo y el sacrificio personal, que es la mayor fuerza de convicción ética y moral, personal y colectiva.
