“No entiendo cómo alguien que pasó 27 años preso en una celda de dos por dos puede perdonar a quienes lo metieron allí”, se pregunta Francois Pienaar. Se olvidó de agregar, al final, “injustamente”. Pienaar, miembro de una familia de afrikaners, es el rubio y corpulento capitán de los Springboks, la famosa selección sudafricana de rugby. La escena transcurre a comienzos de 1995. Francois (encarnado por Matt Damon) acababa de recorrer la ya célebre prisión de Robben Island, donde Nelson Mandela cumplió su terrible condena con trabajos forzados, por el mero delito de ser negro y oponerse a la política del apartheid, uno de los mayores oprobios de la humanidad.
En ese lapso, Mandela tuvo la clasificación más baja de todos los prisioneros, lo que le daba derecho apenas a una visita y una carta cada seis meses. Su lucha se convirtió en un símbolo y terminó devolviéndole el país a sus habitantes originales.
A la edad en que otros ya están jugando con sus bisnietos en la mecedora, Clint Eastwood (cumplirá 80 años el 31 de mayo) acaba de regocijarnos con Invictus, la película de flamante estreno mundial que refleja cómo Mandela utilizó un hecho deportivo para su obra de reconciliación nacional.
A contramano de la inmensa mayoría de cineastas y escritores, Eastwood encuentra por segunda vez un magnífico filón en el deporte. Si con Million dollar baby refleja una de las caras mas sombrías del box con Invictus traza un paradigma de lo que el deporte puede alcanzar como factor aglutinante entre los pueblos. El fútbol ha dado miles de pruebas en esto. Eastwood tomó el libro del periodista y escritor hispano-británico John Carlin El factor humano, basado en hechos reales, y con sobriedad, sin baratijas sensacionalistas, compuso un espléndido alegato y dos nominaciones al Oscar.
A poco de llegar a la Presidencia de Sudáfrica en 1994, Mandela, deliciosamente interpretado por Morgan Freeman, concentró en el rugby gran parte de sus esfuerzos por lograr un escenario virtualmente imposible: la pacificación y la unidad entre la mayoría negra, segregada y despreciada durante siglos, y el minúsculo pero implacable opresor blanco (una minoría de apenas 7%).
En su irrefrenable ansia de revancha, los miembros de la raza negra (amantes del fútbol) tenían pensados numerosos cambios radicales. Uno de ellos era la selección de rugby, orgulloso blasón de los blancos. En una asamblea de las nuevas autoridades deportivas se decide por unanimidad cambiarle el nombre, el color de la camiseta, el emblema y el himno. Avisado del tema, Mandela llega antes de que el congreso se disuelva y logra persuadir de que no lo hagan. Le preguntan por qué. “Ellos están esperando que lo hagamos para justificar sus injusticias anteriores. Tratemos de hacer de Sudáfrica un solo país. Yo entiendo que tengan sed de revancha, pero así nunca avanzaremos, alguien tiene que empezar perdonando al otro. Seamos nosotros”, pide. Pese al disgusto de la mayoría, logra dar vuelta a la decisión. Los Springboks conservan su identificación tradicional.
Eliminada durante años de toda competición deportiva a causa del apartheid, la nueva Sudáfrica es bendecida con la organización del Mundial de rugby de 1995, con el cual retorna a las competiciones oficiales. Mandela lo ve como una excepcional oportunidad para aflojar las todavía fuertes tensiones raciales. Pero en un país ahora manejado por negros, los Springboks parecen no tener ánimo. Y suman derrota tras derrota en los meses previos. Mandela establece entonces una relación con Francois Pienaar y lo alienta a que jueguen con el corazón, que todo el país los apoyará, también los negros. “Tenemos que ganar el mundial”, le pide. Los va a ver a los entrenamientos, sigue sus partidos y hasta usa con frecuencia una gorra del equipo que le regala el capitán.
Llega el mundial y, rehaciéndose de sus cenizas, los Springboks comienzan a recuperar su orgullo. A esta altura, Pienaar, cuyo padre es un racista declarado, ya siente una fuerte admiración por Mandela. Y conmina a sus compañeros a dejar el alma en el césped. Pasan la terrible primera prueba ante Australia 27 a 18. Luego viene una más suave, Rumania, y sortean la valla. Comienzan a encadenarse los triunfos y la ciudadanía a identificarse con el equipo. Mandela, antes abucheado por el público blanco en Ellis Park, es ovacionado por el estadio entero, casi enteramente poblado de rubios.
Sin un rugby convincente aunque con mucho fervor, la verde y oro supera a Canadá y Samoa. Llega Francia en semifinales, siempre candidato, y se da una ajustada victoria por 19-15. ¡Sudáfrica en una final del mundo…! Increíble. Le toca nada menos que Nueva Zelanda, con el fabuloso Jonah Lomu, el gigante imparable. No hay cómo ganarle. Igual, toda la población se vuelca al estadio, a los bares, a cualquier sitio donde haya un televisor para verlo. Y en un dramático partido en el que siempre van abajo, los Springboks logran forzar un tiempo suplementario y faltando apenas instantes vencen a los All Blacks a pura garra dejando sangre, alma y vida en cada choque.
En la fiesta popular se juntan negros con blancos, todos sonríen, hasta hay algunos tímidos, cautos abrazos. El gran vencedor es Mandela, a quien Pienaar, en el centro del campo, copa en mano, le dice: “Gracias por lo que hace por Sudáfrica”.
Bella historia. Y Clint Estwood ¡qué jugador!
(Jorge Barraza, periodista argentino, es director de la Revista de la Confederación Sudamericana de Fútbol. Columnista de diversos periódicos latinoamericanos como “El Universo”, de Guayaquil; ”El Tiempo”, de Bogotá; “El Comercio”, de Lima; “Líder”, de Caracas, “La Nación”, de Costa Rica y de ”World Soccer Magazine” e ”Internacional Press”, ambos de Japón. Desde 2005, es instructor de la FIFA en el área de comunicaciones, dictando seminarios en diversos países de América. Barraza ha asistido a 7 copas mundiales de la FIFA y es hincha del Independiente de Avellaneda) .
