El británico Lewis Hamilton ganó ayer el Gran Premio de Hungría de Fórmula Uno, a costa de su compañero, el doble campeón del mundo español Fernando Alonso; y de su escudería, McLaren, cuyas instrucciones desoyó en la crono del sábado y a los que provocó una sanción al acusarles de perjudicarle.
Hamilton logró su tercer triunfo del año, después de los de Canadá y Estados Unidos y aumentó en cinco puntos su ventaja sobre Alonso, que acabó cuarto una carrera que pudo ganar de no haber sido sancionado con la pérdida de cinco puestos en la formación de salida tras haber firmado la pole en la crono del sábado.
Un triunfo opacado
El británico, que se impuso por delante del finés Kimi Raikkonen (Ferrari) y del alemán Nick Heidfeld (BMW), logró un triunfo descafeinado que celebró en la más estricta intimidad, tras haber convertido en un polvorín un equipo en el que da la sensación de que, a pesar de ocupar los dos primeros puestos del Mundial y de liderar el campeonato de constructores, nadie está a gusto.
Junto al canadiense Jacques Villeneuve -hijo del mítico Gilles-, el mejor debutante de la historia, Hamilton ha demostrado en lo que va de temporada que tiene mucho talento y que es una esponja a la hora de absorber los conocimientos y habilidades del genial piloto asturiano, al que McLaren fichó para portar en su monoplaza el número 1 que se trajo de Renault.
Pero sus ansias de éxito son, cuanto menos, igual de grandes.
El sábado, Lewis mordió la mano que le alimenta con manjares.
Acabó cruzando insultos con su jefe, Ron Dennis, después de incumplir las instrucciones internas y no ceder la vuelta extra a Alonso, a quien correspondía en esta ocasión una prebenda alternante, que, en función del palmarés de cada uno, bien podría colmar, incluso con creces, las aspiraciones del piloto inglés.

