La escena es la misma cada ocho días. En la sección de deportes de los noticieros colombianos aparece Blas Pérez metiendo goles para el Cúcuta Deportivo.
Apostillados con el sello del delantero de San Miguelito, tras anotar corre lento hacia uno de los costados de la cancha y al final de la carrera del festejo, de pronto casi sin aliento, se detiene y lo abrazan los compañeros a quienes recibe extendiendo sus largos brazos de oso.
Cuando termina el festejo mira al cielo, se santigua y camina al centro de la cancha. La cámara vuelve a los rostros de los presentadores que cierran la nota diciendo: ‘a ese panameño se lo van a llevar de Colombia’.
Es cierto. Los equipos medianamente grandes de Brasil, los grandes de Argentina y los millonarios y poderosos de México ya preguntan por Blas Pérez. En Colombia ni hablar. Ricos y pobres, grandes y chicos, los de media tabla y los que lo dejaron ir, averiguan sobre el valor del pase del panameño, si el Cúcuta es el dueño de sus derechos deportivos o si está allí en calidad de préstamo.
Van por su entrega, profesionalismo y porque ven en su todavía inocente cara de adolescente, la frialdad de un gángster con revolver en mano.
Se hace el loco cuando le preguntan sobre el futuro. Sonríe y sobre la grabadora del periodista acerca sus labios para decir con la voz ronca de los panameños cuando están orgullosos que ‘sólo me interesa la final que empieza mañana’.
Entonces es momento para un silencio y echarle una miradita a la hoja de vida del jugador. Llegó a Colombia en 2003 para formar parte del Envigado, que acaba de descender a la categoría B, y desde un comienzo los goles que iba marcando fueron hablando por ese pelao taciturno, de pelo rapado, que sin pereza se levanta todos los días a las 5:30 de la mañana para entrenar.
Pasó por Centauros, equipo de la B, y lo compró el Deportivo Cali, uno de los mejores de Colombia y dos veces finalista de la Copa Libertadores.
Y fue en el Cali donde Blas se volvió el ‘matador’. Allí donde jugó Willington Ortiz, el único colombiano que jugó junto a Pelé en el Cosmos de Nueva York, allí en el Deportivo Cali, el de la ciudad de la salsa y las morenas suculentas, el panameño hizo de sus goles un soliloquio de repeticiones invariables que lo llevaron a jugar dos finales consecutivas.
Los panagoles
En la frontera con Venezuela, del lado colombiano, a doce horas de Bogotá por una carretera serpenteante, hoy se jugará el primer partido de la final del fútbol cafetero. Antes hubiese sido el clásico de coleros.
El eterno partido por el que no se juega nada, únicamente el honor.
Las cosas han cambiado. Y mucho. Esta vez el Cúcuta y el Tolima, primero y segundo en lo corrido del año, derrotaron a los equipos de las ciudades industriales, poderosas y cosmopolitas del país.
Le ganaron de local y de visitante a Nacional, Medellín, América, Cali, Millonarios, Junior, Santafé y Once Caldas, campeón de la Copa Toyota Libertadores de 2004.
Pues dos equipos pobres, de provincia, sobre todo el Cúcuta que tiene pie y medio en Venezuela, decidirán cuál será el campeón.
El Tolima tiene a su favor la confianza de saber que puso contra la pared al flamante Pachuca mexicano en la tercera ronda de la Copa Suramericana, y de haber sido campeón de Colombia en 2003.
El Cúcuta no tiene historia. Pero cuenta con Blas Pérez. En quien casi un millón de cucuteños creen con fe ciega de tibetanos que el panameño los sacará del olvido, que en esos pies que tantas veces han bailado cumbia inspirados en las caderas gozosas de Sandra Sandoval, o salsa y reggaeton está el "tumbao" para bajarle los humos al Tolima.
Blas Pérez se convirtió en cinco meses en la esperanza de una ciudad que habla con lenguaje y códigos extranjeros.
