OPINIÓN
Estaba regresando de un viaje de vacaciones con mi familia. Viajábamos en un avión rumbo a la ciudad principal para tomar la conexión a mi país. En la fila de adelante había un señor de unos 70 años, que se le veía en un estado físico bastante deteriorado. El señor tenía sobre peso y aparentemente dificultades para respirar.
Al poco tiempo de iniciado el vuelo había pedido una mascarilla de oxígeno, que usaba con desesperación, tratando de hacer ingresar aire a sus pulmones.
Pero al poco tiempo, me da la impresión de que la persona se desmaya. Sentado en su sitio, su brazo, que antes sostenía la máscara, cae al suelo violentamente. Una persona que iba sentada en su misma fila, pero al otro lado del pasadizo se para rápidamente y grita: “Soy doctor y este hombre acaba de tener un infarto”. El médico empieza a revivirlo presionando su pecho intentando recuperar los latidos.
Mirando esta escena desde el asiento de atrás, me sentía impotente, no sabía cómo ayudar. A la vez sentía miedo, ese miedo a la muerte que todos llevamos dentro. Por otro lado, me sentía mal de que mis hijos estuvieran viendo esta tragedia. Pero mis miedos no eran importantes, había un hombre muriendo que había que ayudar.
El doctor pidió la inyección de adrenalina que normalmente tienen los aviones y rápidamente se la inyectó. Siguió presionando el pecho intentando revivirlo y en eso vino el hijo del enfermo que se encontraba en la parte de atrás del avión. Al ver a su padre sin pulso, se desmayó delante de nosotros, pero las aeromozas rápidamente lo reanimaron.
Al poco tiempo, el doctor logró revivir al paciente y recuperar el pulso. El doctor avisó a todos los que estábamos viendo esta tragedia que el paciente ya respiraba. Después de unos momentos el paciente ya escuchaba y reconocía la voz del doctor. El avión hizo un descenso de emergencia para poder evacuar a la persona hacia un hospital. La emergencia había pasado.
Esta es una experiencia que mis hijos y yo nunca vamos a olvidar. La memoria es más duradera cuando las situaciones se almacenan con emociones fuertes. Durante la experiencia no pensaba, estaba “capturado” por la amígdala en el cerebro que ante la amenaza que vivía, me generaba estrés, pánico y paralización. Pero una vez que pasó la emergencia, recuperé mi mente. Reflexioné sobre las probabilidades de que la situación que acababa de vivir ocurriera en la realidad. ¿Cuáles son las probabilidades de que a una persona le dé un infarto en un avión? Quizás no tan bajas, pero ¿cuáles son las probabilidades de que le dé un infarto a una persona en un avión y que tenga la suerte de tener sentada a su costado a un doctor? Me parece que las probabilidades son ínfimas, más aún, que el doctor no haya estado durmiendo o leyendo y que se haya dado cuenta de que la persona estaba teniendo un infarto.
Soy un convencido de que uno se construye la suerte en un gran porcentaje. Pero también creo que existen algunas “coincidencias” en la vida que no son realmente coincidencias. Este episodio en el avión es una de ellas. A esta persona no le tocaba morir en ese momento. A este fenómeno algunos lo llaman sincronicidad. Carl Jung definió la sincronicidad como una consecuencia significativa de dos o más sucesos en la que está implicada algo más que la probabilidad aleatoria. Creer en la sincronicidad es creer que los seres humanos estamos conectados a un nivel mayor del que asumimos. ¿Alguna vez en su vida ha tenido una coincidencia que rompe las leyes de la probabilidad? Quizás algunos lectores crean que solo son coincidencias. Pero el beneficio de tener la creencia de que existe la sincronicidad, te permite estar más preparado para tomar ventaja cuando estas coincidencias ocurran en el futuro.