Velos y barbas largas prohibidas. En una zona de libre comercio en la frontera entre China y Kazajistán, unos carteles delatan la campaña orquestada por Pekín contra el islamismo en Xinjiang, una región que está en el centro de su proyecto de las Nuevas Rutas de la Seda.
Este territorio chino, fronterizo con Pakistán, Afganistán y tres exrepúblicas soviéticas de Asia Central de mayoría musulmana (Tayikistán, Kirguistán y Kazajistán), es para Pekín la puerta natural de las rutas de la seda, un faraónico proyecto de infraestructuras que conectará su territorio a los mercados tradicionales de Asia, Europa y África, e incluso más allá.
El proyecto de las Nuevas Rutas de la Seda es un importante factor que permite explicar por qué el gobierno central necesita poner orden de una vez por todas en Xinjiang, observa el investigador alemán Adrian Zenz, especialista en la región.
Escenario de atentados atribuidos a separatistas de etnia uigur, la región, poblada en más del 50% por musulmanes, es objeto de una intensa intervención de Pekín.
La represión lanzada en Xinjiang puso en una situación delicada a los gobiernos de los países vecinos, que la semana pasada asistieron a la cumbre sobre las Rutas de la Seda en Pekín, convocada por el presidente Xi Jinping. Estos países, que tienen relaciones con Pekín vinculadas con promesas chinas de inversiones masivas, dudan a la hora de criticar la política que se lleva a cabo en Xinjiang, a riesgo de contrariar a su población.
