Devotos de carne humana

Periódicamente nos enteramos de que alguien se ha comido a alguien. Está en los libros de historia y en las noticias. Se sabe de soldados españoles que dieron buena cuenta de compañeros de conquista en las selvas americanas, de reclutas japoneses que hicieron sushi con un colega muerto, de vietnamitas que engulleron a sus compañeros de infortunio en una embarcación a la deriva. Es famosa la historia de los deportistas uruguayos que en 1983 cortaron pequeñas tiras de carne de sus compañeros fallecidos en un accidente aéreo en los Andes y las comieron para suministrar proteínas a sus exhaustos cuerpos.

La antropofagia no es un lejano y horrible eco del pasado. Tampoco una abominación digna de novelas como Robinson Crusoe, sino sangrienta realidad que de vez en cuando aparece sobre la faz de la tierra. Producto a veces de la necesidad de sobrevivir y en otras de desviaciones mentales, el canibalismo golpea uno de los tabúes más sólidos de la humanidad: no comerás a tu prójimo. A estas dos posibilidades de antropofagia habría que agregar otras: la mala suerte, que ha conducido a más de uno a ingerir carne humana pensando que se trataba de un animal; y el clásico canibalismo ritual o religioso. Este último se practica aún en las islas Salomón, las Nuevas Hébridas y Papuasia.

El canibalismo parece una aberración inexcusable. Pero el impedimento moral de almorzarse a un amigo o un enemigo sólo empezó a aparecer cuando la humanidad consiguió alimentos fáciles. Hace 15 siglos los europeos se comían los unos a los otros, según un libro de Marvin Harris.

Las civilizaciones precolombinas eran muy dadas a devorar al vecino. La palabra caníbal procede de una tribu caribe que se distinguía por su filantrópico paladar. Y aunque no lo sepan los aficionados a las parrilladas, la barbacoa tiene su origen en el barbricot, vocablo nativo que designa los asaderos de leña verde donde los caribes cocían a sus invitados.

En aquellos tiempos la antropofagia estaba extendida por toda América. Los aztecas sacrificaban miles de víctimas ante sus dioses y consumían partes de su cuerpo y bebían su sangre. Durante la consagración de la pirámide de Tenochitlán, en 1487, un conjunto de verdugos demoró cuatro jornadas en sacrificar cuatro filas de prisioneros de tres kilómetros de longitud cada una. Cálculos modernos ponen en 4,100 la cifra de sacrificados en el festín.

En el sur del continente, los tupinambas eran devotos de la carne humana. Su especialidad, “las puntas de los dedos de las manos y lo que hay alrededor del hígado y el corazón”. Los europeos pusieron el grito por estas prácticas de los indios y acabaron con ellas. Pero conviene recordar que en no pocas instancias los conquistadores españoles acudieron al último recurso del hambriento o lo autorizaron a indígenas aliados. “Los oficiales y Domingo de Irala dieron licencia (a los naturales de la tierra) para que matasen y comiesen a los indios enemigos”, relata en sus memorias Alvar Núñez Cabeza de Vaca. De todos ellos descendemos. De los europeos que cenaban a sus vecinos, de los indígenas que se daban una comilona de enemigos en el campo de batalla, de los conquistadores españoles que comieron a sus colegas.


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