El amor nunca cambia

Es posible que el amor nunca cambie… ¿o acaso sí, como piensan los más escépticos y los más veteranos? Lo que cambia es la manera de expresarlo. Y no solo en términos poéticos, aunque algo va de aquel “polvo seré mas polvo enamorado”, que decía Francisco Quevedo, al “prefiero un buen polvo a un rapapolvo”, que dice Joan Manuel Serrat, aunque, cada uno en lo suyo, tengan ambos razón.

En un plazo más corto –ya no de tres siglos y medio, sino de tres décadas y medio—el lenguaje del amor cambió en la música popular latinoamericana. Se cumplió un proceso de purga lírica hasta llegar de cariño a expresiones cotidianas y callejeras. Entre el tono de las letras de los años anteriores a la década de 1960 y los primeros años de este siglo hay una diferencia abismal. Hubo un puente que destruyó el viejo lenguaje y lo reemplazó por la informalidad. Contra cursilería, humor. Fue la llamada Nueva Ola y sacudió el continente, en México, Enrique Guzmán, y abajo, en Argentina, Palito Ortega.

El mapa recorrido es el siguiente: De “La palidez de una magnolia invade/ tu rostro de mujer atormentada/ y en tus divinos ojos verde jade/ se adivina que estás enamorada” (Agustín Lara, Enamorada) a “Tú tienes una carita deliciosa/ y tienes una sonrisa angelical/ tú tienes una sonrisa primorosa/ pero tu pelo, ay qué cosa tan fatal” (Palito Ortega, Despeinada).

Finalmente luego vino: “Ya no soy yo/ fuera de mí es que me tienes/ te dije no más / y te cagaste de risa” (Aterciopelados, Bolero falaz).

Los años 60 y sus canciones descomplicadas, divertidas, inanes, fueron una carga de dinamita contra el solemne lenguaje del amor que se había cultivado durante más de medio siglo.

Veníamos de boleros enamorados, de esos que uno sólo aprecia verdaderamente cuando ya ha empezado a perder el pelo y las esperanzas. Durante muchos años aquel bolero fue en América Latina el mejor lenguaje entre el hombre y la mujer. Se decían cosas bonitas como “Besándome en la boca me dijiste:/ sólo la muerte podrá dejarnos/ y fue tan grande el beso que me diste/ que a tu cariño me encadenó” (H. Marco y C. Disarli, En un beso la vida).

Cuando alguno de los dos fallaba, pedía conmiseración: “Si acaso te ofendí, perdón/ si en algo te engañé, perdón/ si no te comprendí, perdón:/ perdóname mi vida”. (Gabriel Ruiz, Perdóname, mi vida)

Y si no funcionaba la fórmula: “Tu pecho de mujer/ nido de hiena / destrozó el corazón que te adoraba” (Joaquín Pardavé, Falsa)

Los piropos de la Nueva Ola eran: “¡Qué muchacho vivaracho!/ Eres loco, eres todo un pulpo” (Angélica María, Vivaracho).

Eran distintas a las de sus antepasados las canciones de despecho de los hippies: “Lulú, dime si tengo que hacer cola por ti/ y si es muy larga para irme a dormir/ ¡Qué sinvergüencita se me ha puesto Lulú!” (Los Hooligans, Lulú)

Cada generación cantaba a su manera los mismos sentimientos, como ya lo habían hecho los poetas románticos sin bajo eléctrico, los renacentistas sin necesidad de guitarra y los juglares medievales con laúd en mano.

¿Cambió el amor? No soy tan escéptico. Hasta que me demuestren lo contrario, creeré que solo ha cambiado la manera de expresarlo.


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