Yo, el balón de fútbol

Sí ¡De modo que otra vez va a golpearme el imbécil del bigotico! Podrá ser el capitán del equipo y el jefe de personal de la empresa, pero es un imbécil. Hace un rato, cuando insistió en cobrar el tiro libre, me dio tal patada que me mandó a los matorrales. Los demás jugadores tardaron 10 minutos en encontrarme. Aparecí rasguñado, húmedo y embarrado. Ahora quiere cobrar el penalti. Como solo falta un minuto para que termine el partido, el imbécil sabe que, si mete el gol, su equipo ganará y él será el héroe del torneo. Me produce náuseas servir de instrumento a este idiota. Y pensar que, en este instante, otros balones rebotan en la rodilla de Messi o Cristiano Ronaldo.

A mí me tocó la liga interempresarial local. Chutazos con la nariz del guayo, disparos a la calle, cabezazos desviados, rebotes en las piedras del campo y ahora el imbécil del bigotico se prepara para disparar el penalti.

Los balones hemos mejorado mucho más rápido que los jugadores. Mis antepasados eran pelotas de crines de caballo atadas con cintas de cuero, o bolas de madera forradas de tela. Hablo de tiempos milenarios, cuando los chinos empezaron a jugar con los pies. A principios del siglo XX surgió el balón de cuero con amarradijo de cordón, capaz de marcar una cicatriz indeleble en los cabeceadores. El balón de pitorro, que servía para inflar el globo de caucho dentro del casco, se consideró en 1940 un gran avance. Pero solo a partir de los años 1950 se fabrica la primera superbola, nuestra más cercana tatarabuela, que se inflaba mediante una pequeña válvula, como hoy. Eran aún los tiempos del cuero, cuando un balón mojado aumentaba tres veces su peso. El imbécil del bigotico se habría roto el peroné al hacer contacto con un balón empapado.

Dice el reglamento que debemos pesar entre 410 y 450 gramos, tener una circunferencia inferior a 71 centímetros y superior a 68 y ofrecer una presión de entre 0.6 y 1.1 atmósferas al nivel del mar. Pero en partidos callejeros, torneos de barrio y campeonatos como este al que me ha tocado asistir, he visto toda clase de esferas caricaturescas: desinfladas, ovaladas como un melón, deformes como una papaya, duras como una piedra, fofas como un oso de felpa.

Las medidas exquisitas son para los balones de Copa Mundo: el Telstar de pentágonos negros en México-70; el Tango de 32 casquetes, estrenado en Argentina-78; el Azteca, de México-86, primer balón completamente sintético e impermeable; el Questra, de Estados Unidos-94, elaborado en poliuretano y otros cuatro materiales; el Tricolore, de Francia-98, el esférico más veloz que ha existido.

Esos son los balones elitistas. Nosotros, los del montón, cumplimos menos requisitos. Aun así, yo, con todos mis defectos, soy más balón de lo que puede ser futbolista el tonto del bigotico. Él no entiende que nosotros somos los protagonistas de este juego, que sin nosotros no hay partido, que no se trata de reventarnos a patadas, sino de acariciarnos con el pie, como Romario; de convertirnos en una maravillosa pompa de jabón, como lo conseguía Pelé; o transformarnos en un balazo sólido como los de Koeman.

A mí me tocó aguantar la torpeza de jugadores burdos, como el idiota del bigotico, que ya viene en carrera a cobrar el penalti y me da un golpe de puntazo y allá voy otra vez, ¡claro!, derecho a los matorrales…


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