A Colón se le recordará por haber sido el descubridor de América, pero también habría podido pasar a la historia con un título más honroso desde el punto de vista gastronómico: el de descubridor del chocolate.
Sin embargo, el almirante, que tenía muy buen olfato en materias de navegación, lo llevaba débil para las cosas de la mesa, y dejó pasar la feliz ocasión de haber anunciado al mundo el hallazgo de un alimento destinado a revolucionar la cocina y deslumbrar paladares.
La cosa fue así. En el cuarto y último viaje de Colón a las Indias, que tuvo lugar hace 505 años, él y sus marineros se acercaron a la isla de Guanaja, en pleno Caribe. Allí se toparon con un cacique que llegaba engalanado de plumas y collares en una embarcación impulsada por veinticinco bogas de color majagua claro. Era un jefe azteca que viajaba con sus asesores de desplazamiento hidráulico.
Vinieron los consabidos saludos y el intercambio de presentes. El cacique ofreció al almirante unas habas oscuras que, según vio de explicarle, no solo servían a modo de medida de cambio para comprar y vender, como las monedas de los españoles, sino que, a diferencia de estas, cuando el indio tenía hambre echaba algunas entre agua caliente y luego se las tomaba.
A Colón le gustó la idea de alimentarse con monedas, y pidió al cacique que le mostrara en la práctica cómo funcionaba la cocina numismática. El gran jefe ordenó entonces que pusiera a hervir agua en una olla de barro y, cuando brotaron las primeras burbujas, arrojó adentro una manotada de los extraños frutos que traía consigo. Minutos después ofreció la bebida a Colón y sus amigos, mientras él y los suyos sorbían con deleite la humeante totuma. Al navegante y los marineros españoles les pareció espantosa la pócima. La hallaron amarga, picante, desagradable.
Colón le manifestó al cacique que la bebida era interesante, pero le gustaba más como moneda. (Ahora pienso si el término cacao, que se emplea en algunos países para designar a gente poderosa, no procede de aquel encuentro entre el almirante y el ornamentado cacique). Fue así como, sin saberlo, Cristóbal rechazó la primera taza de chocolate que se le ofrecía a un paladar europeo. Por esta razón, la bebida de los aztecas tardó aún 17 años más en ser descubierta, y el privilegio correspondió a Hernán Cortés. Al llegar al mercado de Tlatelolco, en lo que hoy es Ciudad de México, él y su gente notaron que el comercio se realizaba a base de habas de color marrón que, ocasionalmente, en vez de ir a parar al monedero iban a parar a la olleta. Más tarde, en un banquete que el cacique Montezuma ofreció a quien iba a ser su conquistador, le brindó una copa de oro repleta de cierto líquido oscuro que Cortés halló un tanto amargo.
Aquella noche, cuenta el cronista Bernal del Castillo, el ágape abarcó bailes folclóricos, consumo de una tonelada de carne “y más de dos mil jarras de espumoso cacao”. No todos los amigos de don Hernán compartieron la amable respuesta de su capitán. Un soldado de apellido Benzo dijo de este fruto que era “más apropiado para tirar a los cerdos que para ser consumido por los hombres”.
El mérito hay que atribuirlo a Colón, siempre dispuesto a probar y aceptar los productos de las nuevas tierras. Gracias a él y a unas monjas mexicanas que aclimataron luego el cacao, el chocolate llegó a Europa y empezó un recorrido gastronómico que todavía no se detiene.
Lo digo porque ahora abundan las tiendas elegantísimas donde venden productos de chocolate como si fueran joyas… y a precios de diamante.
