El pecado nefando

El pecado nefando
El cardenal Joseph Ratzinger es considerado uno de los teólogos más influyentes del Vaticano.

En este caso no parece funcionar para nada aquella sabia distinción evangélica entre lo que es del César y lo que es de Dios: el documento entra en la vida política y da instrucciones inequívocas y terminantes a los católicos para que actúen en bloque, disciplinados y sumisos como buenos soldados de la fe.

Con la misma claridad con la que ha fulminado el divorcio, el aborto, la eutanasia y la ingeniería genética, el cardenal Ratzinger y, tras él, el papa Wojtyla, recuerdan a los parlamentarios católicos que "tienen el deber moral de expresar diáfana y públicamente su desacuerdo y de votar contra los proyectos de ley" que amparen los matrimonios homosexuales, y de "presentar enmiendas que limiten los daños" de semejantes leyes.

Al mismo tiempo, los funcionarios católicos deben "reivindicar el derecho a la objeción de conciencia para no cooperar con la promulgación y aplicación de leyes tan gravemente injustas". La condena es todavía más rotunda en lo relativo a la adopción de niños por parejas homosexuales, práctica "gravemente inmoral" que, aprovechando la "debilidad" de un ser de pocos años serviría para "introducir al niño en un ambiente que no favorece su pleno desarrollo humano", ya que "las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral natural".

Con argumentos así, la Iglesia mandó a millares de católicos y de infieles a la hoguera en la Edad Media, y contribuyó decisivamente a que, hasta nuestros días, el alto porcentaje de seres humanos de vocación homosexual viviera en la catacumba de la vergüenza y el oprobio, y se impusiera el machismo, con sus degenerantes consecuencias.

Parece increíble que después de Freud y de todo lo que la ciencia ha ido revelando al mundo en materia de sexualidad en el último siglo, la Iglesia católica -casi al mismo tiempo que la Iglesia anglicana, elegía al primer obispo abiertamente gay de su historia- se empecine en una doctrina homofóbica tan anacrónica como la expuesta en las 12 páginas redactadas por el cardenal Joseph Ratzinger.

A juzgar por algunas reacciones y encuestas que leo en la prensa italiana -escribo estas líneas en las costas de Sicilia- no toda la grey católica ha acatado con la docilidad debida el ucase vaticano.

El senador Edward Kennedy, en Washington, declaró que "la Iglesia católica debe ocuparse de religión y no de tomas de posición políticas" y ha reafirmado su apoyo a las uniones de parejas gays . Así lo ha hecho también el primer ministro canadiense, Jean Chrétien (católico), país donde está a punto de aprobarse una ley que autoriza el matrimonio homosexual.

Según el Corriere della Sera el 51.6% de los italianos favorece las uniones entre parejas del mismo sexo, y en España, según un sondeo del diario El Mundo , el porcentaje favorable sería aún mayor: 53%. El mismo diario italiano transcribe una declaración contundente del dirigente demócrata-cristiano Pim Walenkamp, de Bélgica, uno de los cinco países europeos donde se han autorizado las uniones homosexuales (los otros son Dinamarca, Suecia, Holanda y Francia): "No daremos un paso atrás. El Papa haría bien de ocuparse de temas importantes como aquellos que tienen que ver con los países pobres del mundo, en vez de señalar con el dedo lo que hacen las personas en la intimidad del lecho".

La filípica antihomosexual del Vaticano es tanto más sorprendente cuanto que si ha habido una institución en el mundo que haya vivido en carne propia el drama del homosexualismo es la propia Iglesia católica.

Solo en Estados Unidos ascienden a centenares, y acaso millares, los casos de paidofilia, acoso sexual y homosexualismo en los colegios, seminarios, centros de animación cultural y deportiva dirigidos por la Iglesia católica, que han llevado al banquillo de los acusados a sacerdotes, obispos, párrocos, instructores, catequistas, escándalos que no solo han sacado a la luz un lastimoso trasfondo de "sexualidad pervertida" al amparo de la autoridad sacerdotal, sino que han costado a la institución eclesiástica en los Estados Unidos sumas astronómicas en reparaciones, compensaciones por daños y perjuicios y arreglos extrajudiciales.

El caso del obispo de Boston sirvió para ilustrar mejor que ningún argumento racional la insensatez de imponer una ortodoxia sexual sin tener en cuenta la infinita variedad de matices de la personalidad individual y la manera tortuosa y trágica como la naturaleza humana se rebela contra esas camisas de fuerza causando verdaderos estragos en su vecindad y, claro está, en la propia persona del victimario/víctima.

Con toda esta experiencia vivida en su propio seno, hubiera cabido esperar que la Iglesia se mostrara más cauta, comprensiva y tolerante con el tema del homosexualismo. Pero el texto del cardenal Ratzinger muestra exactamente lo opuesto.

Pero, acaso este texto, púdicamente titulado Consideraciones sobre el proyectado reconocimiento legal de la unión entre personas homosexuales vaya dirigido, no tanto a contener la marea de permisividad y tolerancia en materia sexual que va ganando a toda la cultura occidental, sino a poner orden en el seno de la propia Iglesia católica, donde, a raíz de los continuos escándalos de paidofilia y acoso sexual, se ha hecho público un estado de cosas que el cardenal Ratzinger y el Papa llamarían de "profunda descomposición moral". Si ese es el propósito, tengo la seguridad de que está condenado al fracaso.

Porque los escándalos sexuales recientes en el seno de las congregaciones, seminarios, colegios y parroquias católicos no resultan de un debilitamiento de la autoridad eclesiástica ni de la falta de disciplina interna, sino de una naturaleza humana que ni ahora ni antes pudo ser artificialmente embridada sin causar estragos y lacerar la sicología y la conducta de los seres humanos.

Los millones de homosexuales católicos que hay en el mundo no renunciarán a su sexualidad debido a las fulminaciones vaticanas. Aun cuando se empeñaran en hacerlo, su propensión sexual terminará por encontrar unos resquicios a través de los cuales manifestarse y adquirir derecho de ciudad, a veces con grandes traumas y desgarramientos para el sujeto y sus próximos. No es el sexo, son la Iglesia y la fe católicas las víctimas privilegiadas de este nuevo manifiesto cavernícola.

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