En las alturas del Machu Picchu

En las alturas del Machu Picchu
Unas 2 mil personas entran y salen todos los días de este lugar sagrado, contentos con la experiencia, pero sin reflexionar un instante todo lo que ella significa.

El 31 de diciembre del año que terminó hace días subí a las alturas del Machu Picchu.

Riadas de turistas de todo género, casi todos curiosos de algo que no pueden entender porque tampoco hacen el esfuerzo de entenderlo, desacralizan un lugar lleno de energía secular; un lugar que permaneció oculto, silencioso y escondido bajo la frondosa vegetación del paraje perdido, cubierto por el barro y el tiempo hasta 1911.

De ahí en adelante el lugar sagrado fue invadido por hippies, primero, y después por estos turistas de hoy que se vuelven locos por hacerse fotos para mostrárselas después a los amigos y mantener viva la imagen en el recuerdo. Pero no creo que sepan lo que están pisando.

Mi criterio personal es que la ciudadela de Machu Picchu debería ser cerrada al turismo: que ningún ciudadano del mundo, ni siquiera los peruanos (muchos de los cuales están de acuerdo en este criterio conmigo), puedan pisar la ciudadela, que debería de ser observada desde sus alturas y no pisoteada por el gentío: 2 mil personas entran y salen todos los días del lugar sagrado, contentos con la experiencia, pero sin reflexionar un instante todo lo que ella significa.

Me detuve en las alturas del Machu Picchu y me senté durante más de una hora en el mismo lugar, sobre una piedra milenaria, observando como pude cada detalle del paisaje sagrado, cada movimiento secreto de la Pachamama, sintiendo entrar en mi cuerpo y en mi alma la energía sacral de este inmenso paraíso del inca.

Se llega a él desde Urubamba, el Valle Sagrado, una maravilla a la que nombra su propio río, abierta en una planicie a 2 mil 800 metros de altitud.

Se llega en un trencito que hace el viaje agradable en dos horas y media, y que sigue el cauce del río, en algunos de cuyos recodos el agua convierte en vertiginosos rápidos el juego de su propio camino hacia el Amazonas.

El clima va cambiando mientras bajamos hasta Aguas Calientes tras pasar por Ollantaytambo. La temperatura sube y la vegetación se torna tropical: las nubes bajas bailan en el aire entre los desfiladeros.

En Aguas Calientes, tomamos una guagua (un autobús) que nos lleva zigzagueando hacia la fortaleza del Machu Picchu: 400 metros más alta.

Veo abajo el río, las aguas color chocolate del río y siento el vértigo de la altura en mi respiración. La euforia hace su trabajo: yo sí sé a dónde voy.

Cuando llegamos ya al Parque Arqueológico, se ve a lo lejos el macizo central, inmenso, del Huainta Picchu. Y, a su lado, la fortaleza del Machu Picchu. Subo caminando, cuesta arriba, noto el cansancio de la respiración, las rodillas flaquean en la lucha del hombre por caminar sobre piedras milenarias.

Observo la Puerta del Sol, al otro lado de la fortaleza. Siento que la épica y la lírica del lugar toman posesión de mi cuerpo viejo y de mi alma siempre juvenil. Me siento a descansar y encuentro el tesoro de una piedra que acoge mi cansancio con un cariño enorme.

Yo lo siento así. Ahí, sentado, observando y pensando en todo lo que en estos momentos puedo pensar, canto en silencio mi devoción occidental a la Pachamama. A ver: podemos inventar cualquier majestuosa divinidad en cualquier momento, pero no podemos inventarnos la Naturaleza, que estaba aquí antes de que nosotros, los humanos y su vida, llegáramos a vivirla y humillarla. Siento el cántico quechua silencioso. Escucho a los guías con un respeto imponente.

La mayoría de la gente ni siquiera atiende el relato sagrado que los guías quechuas le están regalando. Entiendo por qué nos desprecian con una sonrisa en los labios, con benevolencia.

Saben que no entendemos, pero no entienden que no atendamos. Rezo, recuerdo, hablo solo, me seco el sudor, respiro ese aire con poco oxígeno pero lleno de energía. No me canso de mirar, no me canso de entender, de observar, de descubrir, de respetar este santuario mágico, único en el mundo: un lugar cuya sacralidad se pierde en los tiempos en que ningún occidental, ningún europeo había puesto un pie sobre esta tierra asombrosa, feraz, una tierra tras cuyos montes sinfín se adivina la selva interminable del Amazonas.

La vida ha vuelto a regalarme un día inolvidable. Esa hora sentado en las alturas del Machu Picchu, el último día del mes de diciembre de un año como otro cualquiera, pero un poco peor que todos, es exactamente un regalo que tendré que cuidar en mi memoria como lo que es: un privilegio que pocos seres humanos pueden permitirse. Rezo antes de bajar a tomar otra vez la guagua que nos lleve a Aguas Calientes.

La lluvia estaba anunciada para las 5:00, pero adelanta su llegada una hora. Un palo de agua tropical. El regalo final de la Madre Tierra. He comprendido muchas cosas. Volveré, no sé cuándo, pero seguro que volveré.


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