Por alguna razón, la línea principal de la reacción occidental al atentado ha puesto por delante de la compasión y la solidaridad, las acusaciones contra Rusia y contra su presidente.
El desprecio a la vida humana, la ineficacia de los aparatos del Estado, los impedimentos y abusos contra medios de información ... han dominado el informe y sugerido que el principal problema de la Rusia actual es la falta de democracia.
En realidad, el verdadero problema es la debilidad de Rusia, de su Estado y de su sociedad civil. El déficit de democracia es consecuencia de esa debilidad. Y de ese problema, la sociedad rusa es tan responsable como su gobierno. Con el precio del petróleo a su favor, Vladimir Putin está intentando incidir en esa debilidad. La discusión sobre su capacidad y nivel de acierto o fracaso es legítima, pero no puede olvidarse, primero, la complejidad de la situación que heredó y, segundo, la mala calidad de los instrumentos de los que dispone en su intento de reparación.
En los últimos 10 años, la debilidad de Rusia convirtió en codominio con Estados Unidos el antiguo dominio exclusivo de Moscú del Cáucaso y Asia Central, lo que Zbigniew Brzezinski anunciaba en 1997 como “la recompensa” por la victoria en la guerra fría y cuyo escenario para Rusia contemplaba su disolución en varios estados, incluida una república del extremo oriente y otra siberiana.
El punto de equilibrio aún no se ha encontrado e, independientemente del verdadero peso del “factor islámico internacional” -factor que el Kremlin exagera, igual que George W. Bush- la región cruje.
Doble rasero
La penetración de Estados Unidos en el Cáucaso viene dictada por los ricos recursos energéticos de la zona. En el próximo futuro habrá que estar muy atentos a Georgia, con Osetia del Sur y Abjasia en el punto de mira de futuras partidas. Toda la situación determina el doble rasero con el que se mide el terrorismo checheno.
Todos los terrorismos tienen un trasfondo político, pero al checheno se le concede más comprensión. Aunque sus atentados tienen unas dimensiones enormes y unas características aún más criminales y odiosas que las de las bombas de Madrid, el distinto nivel de comprensión que suscitan en Occidente da el tono a la situación.
¿Cómo explicar que, en Washington, la plana mayor de padrinos de la guerra contra el terrorismo de Bush sea, al mismo tiempo, miembro del American Committee for Peace in Chechenia? La lista incluye a Richard Perle, consejero del Pentágono; Midge Decter, director de la retrógrada Heritage Foundation; Michael Ledeen, del American Enterprise Institute, abogado del cambio de régimen en Irán; James Woolsey, ex director de la CIA, y otros.
Los apoyos y contactos de estos defensores de los derechos humanos con representantes de la guerrilla chechena son la actualización de la política que en los 80 les llevó a impulsar en Afganistán a Osama bin Laden como contrapeso a la revolución iraní y a la URSS. Hoy siguen sacándole partido a aquel antiguo instrumento desmadrado, en el papel de nueva amenaza mundial como relevo al comunismo.
“No digo que Occidente sea el incitador del terrorismo, ni que esa sea su política, pero observamos repeticiones de la mentalidad de la guerra fría”, dijo esta semana Putin aludiendo a eso. Determinadas personas, declaró, “quieren debilitar a Rusia como los romanos a Cartago. Quieren que nos centremos sólo en problemas internos para que no levantemos cabeza en la arena internacional”.
El doble rasero occidental fomenta en Rusia la desconfianza, el nacionalismo primitivo y la “imagen de enemigo” de la guerra fría. Da argumentos a militares y policías, en cuyas manos no puede dejarse nunca la modernización de un país.
Por desgracia para Rusia, esos agravios y la geopolítica del hegemonismo sólo son una parte del problema. Otro elemento es, naturalmente, la propia cuestión chechena.
El derribo del súper Estado soviético y el cambio de lógica de su repentina democratización con Mihail Gorbachov creó un gran vacío y no pocos agravios comparativos en Chechenia. Si estonios y lituanos podían pedir la independencia, ¿por qué no podían hacerlo los chechenos, pueblo que había sufrido mucho más que aquéllos y cuya población era más numerosa que la de estonianos?
En Chechenia, una revolución nacional barrió a principios de los 90 a la nomenclatura local, pero no pudo ni supo afirmar nuevas estructuras de gobierno nacionales.
Pueblo indómito, el checheno estaba particularmente mal dotado desde el punto de vista de su idiosincrasia, su cultura y su tradición para crear esas estructuras, imprescindibles para definir un nuevo estatuto de convivencia con Moscú.
La necesidad del nuevo estatuto se desprendía de la nueva realidad. No era lo mismo formar parte de una especie de imperio federativo, la URSS, en la que los rusos eran menos del 50%, que regresar a una Federación Rusa en la que los rusos representaban el 80% de la población, en la que el nacionalismo ruso estaba llamado a subir de tono y donde las minorías nacionales podían estar mucho más expuestas.
Escasas capacidades
Vista desde Moscú, la tarea -un escenario de descolonización europea complicado por el carácter continental, y no de ultramar, del imperio ruso- era demasiado sutil para lo que daban de sí las capacidades disponibles. Por un lado, había que ayudar a la nueva república del general Dudayev a establecerse y estabilizarse, mientras que por el otro había que repensar la federación de tal forma que ésta fuera aceptable para aquella especie de tribu apache irreductible.
En lugar de eso, políticos de bajo nivel, recién llegados a la responsabilidad de gobernar, frecuentemente desde puestos subalternos, mucho más preocupados en enriquecerse a costa del patrimonio nacional que del destino del país, ofrecieron en Moscú el marco apropiado para el desastre.
Chechenia se convirtió en una especie de zona económica especial para la cleptocracia rusa y local, una puerta trasera para exportar petróleo sin facturas ni recibos. El Gobierno de Dudayev no controlaba la república, sumida en el caos y el pillaje. Convertido en autócrata en 1993, Boris Yeltsin optó por “poner orden” mediante una “pequeña guerra victoriosa”. La amenaza unió a los chechenos, temibles guerreros que ridiculizaron al Ejército ruso.
Desde el principio, la guerra chocó con una contradicción que los franceses experimentaron en Argelia. Teóricamente, los chechenos eran conciudadanos que había que liberar, pero a todos los efectos se les trataba, y se les trata, como enemigos. En las ciudades rusas, los chechenos y los caucásicos en general son sospechosos y objeto de abusos especiales de parte de la policía. En la guerra, el Ejército ruso no solía tomar prisioneros, se usaba a la población civil como rehén, se le vendían los cadáveres de sus familiares, etcétera. Así, los instrumentos de la intervención, el ejército y las fuerzas de seguridad, eran factor provocador de revuelta -hasta suministraban armas a la guerrilla a precios de mercado- y formaban parte de la enfermedad. De parte chechena, la guerrilla mostró también una crueldad extraordinaria.
Igual 10 años después
Diez años después, con decenas de miles de muertos, ciudades y pueblos arrasados, este problema sigue en los mismos términos. La reconstrucción del territorio languidece, se mantienen las mismas actitudes. Los actuales suicidas son, en gran parte, producto de los desmanes del aparato de Estado ruso: jóvenes o adultos que en 1994, cuando empezó la primera guerra, eran niños o adolescentes. El conflicto se transmite y reproduce por herencia.
El problema de Chechenia envenena la política moscovita, como Argelia envenenó París. Como problema, es inseparable del problema de Rusia, de la modernización de ese gran país, de su salida de la crisis mediante recetas económicas que difícilmente podrán ser importadas de Occidente.
