Las diferencias que encontramos en las numerosas y diversas sociedades humanas pueden, sin embargo, llevarnos a concluir que no tenemos una naturaleza humana en común. Que, en el mejor de los casos, solo tenemos en común nuestra naturaleza animal, pues es fácil constatar que, en todas partes, los seres humanos comen, beben y duermen, tal como sucede con los animales. No hay dudas sobre la naturaleza animal o biológica que compartimos con otras especies. Pero no puede decirse lo mismo sobre la naturaleza humana.
A pesar de lo anterior, hay gran acuerdo entre filósofos, teólogos y juristas, así como entre distintos científicos naturales y sociales, al reconocer varias facultades que constituyen el ser de la persona. Estas facultades son principalmente las del intelecto y la voluntad. De acuerdo con una sencilla definición de gran acepción jurisprudencial y teológica "una persona es un ser viviente con intelecto y voluntad". Así, pues, cualquier otro ser, animado o inanimado, que carezca totalmente de intelecto y voluntad, no es una persona sino una cosa. Las facultades del intelecto y la voluntad no solo conforman nuestra esencia o naturaleza humana, sino que de paso sirven de fundamento a lo que denominamos dignidad humana.
La anterior definición de persona no es, sin embargo, suficiente. No basta con apelar a las facultades del intelecto y la voluntad para definir lo que somos. Aparte del intelecto y la voluntad, hay también los sentimientos y emociones que son igualmente esenciales a la naturaleza humana, sobre todo, en su dimensión moral. Este hecho, ignorado o negado por filósofos y científicos tan ilustres como Kant está siendo, sin embargo, reivindicado hoy por la filosofía así como las ciencias naturales y sociales. Un buen ejemplo de ello, lo ofrece Francis Fukuyama en su última obra Our Posthuman Future al indicar que " [l]a razón humana. está presidida por las emociones, que de hecho facilitan su funcionamiento. La elección moral no puede existir sin la razón, huelga decirlo, pero también se basa en sentimientos como el orgullo, la ira, la vergüenza y la compasión. La conciencia humana no está integrada meramente por las preferencias individuales y la razón, sino que se forja de una forma intersubjetiva mediante la influencia de otras conciencias y de sus evaluaciones morales. Somos sociales y animales políticos no solo por nuestra capacidad de ejercer una razón analítica, sino porque estamos dotados de ciertas emociones sociales".
Así, pues, a nuestro intelecto y voluntad se han de sumar también nuestros sentimientos y emociones. Una visión más integral de la naturaleza humana tiene que incluir estos elementos.
Volviendo a la relación de la naturaleza humana con los derechos humanos, tenemos que señalar lo siguiente: toda teoría de los derechos humanos tiene que tomar en cuenta cuáles son y en qué consisten las facultades que constituyen la naturaleza de la persona. En fin, saber qué es un ser humano.
La concordancia o coherencia entre una teoría de los derechos humanos y nuestra concepción de la naturaleza humana es imprescindible para la formulación satisfactoria de instrumentos internacionales para la protección de los derechos humanos. Si no poseemos un concepto en común de la naturaleza humana, no podremos tener -ni pretender tener siquiera- derechos humanos verdaderamente universales.
Una definición integral de la persona o la naturaleza humana tendrá que sopesar pues todas las posibles perspectivas o interpretaciones que nos ofrecen filósofos, teólogos, al igual que científicos y cientistas sociopolíticos. Cualquier descubrimiento sobre la naturaleza humana, ya sea a través de la especulación filosófica, teológica, o la investigación científica de orden social o natural, influirá decisivamente en nuestra interpretación e implementación de los derechos humanos.
El autor es asistente de Educación e Investigación Académica en la Defensoría del Pueblo
