Hipatia de Alejandría

Hace unos días se reinauguró, con un atraso de mil 600 años, la Biblioteca de Alejandría. Fundada por Alejandro Magno (circa 300 a.C.) la biblioteca original fue, al mismo tiempo, universidad y museo donde se desarrollaron investigaciones, recopilaciones y enseñanzas de todas las ciencias y artes practicadas por las más variadas culturas de su tiempo. Allí acudieron soldados macedonios y romanos, aristócratas griegos, marineros fenicios –dueños del epitafio más bello jamás escrito: “¡Oh dioses! no me juzguéis como a un dios; tan sólo como a un náufrago que ha sido abatido por el mar!”–, mercaderes judíos, visitantes del Africa subsahariana y de la India se nutrieron o dejaron allí experiencias que comprendían el mundo civilizado.

Alejandría, famosa en la antigüedad por la luz de su Pharo y la de su biblioteca –y en la era moderna por la poesía de Cavafis– fue fundada como una ciudad del saber. Las nueve musas de las nueve artes dieron su nombre al museo. El genio de la naturaleza de las cosas y del hombre se encargaron de destruirla. Lo único que quedó en pie, aunque soterrado, fue el sótano húmedo y polvoriento del Sarapeo. Un anexo con jerarquía de templo dedicado, cual sarcasmo de la historia, a la sabiduría de los hombres. Allí los antiguos estudiaron con fervor el orden del universo, el cosmos, como hacen hoy nuestros sabios con el caos. Eratóstenes e Hiparco –quien dibujó el mapa de las constelaciones celestes y midió la intensidad del brillo de las estrellas– fueron los primeros. Tolomeo sentenció desde allí, por más de mil años, la teoría geocéntrica de nuestro sistema solar. Euclides desarrolló su geometría y el célebre aforismo dirigido a su rey: “No existe un camino real hacia la geometría”. Apolonio de Pérgamo estudió las funciones cónicas (elipse, parábola e hipérbola). Herón, tal vez el primer ingeniero, por medio de un sistema de engranajes fabricó un robot y puso a sus escritos el sugestivo título de: Autómata. Nada que agregar de Arquímedes. Allí el médico Serófilo estableció que era el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia. Pero el símbolo final de Alejandría y de sus sabios fue una mujer de clara inteligencia y curiosidad doblemente femenina. Hipatia, notoria física, matemática y astrónoma, tuvo la desgracia de vivir en tiempos del arzobispo Cirilo. Fue desollada en vida, con conchas marinas, en nombre de otra herejía inventada bajo el delirio de otro fundamentalismo teológico. Hipatia fue la metáfora que augures, nigromantes y demás adivinos habían profetizado siglos antes. Alejandría fue también, como Hipatia, desollada. Millones de papiros que explicaban los orígenes, las fuentes y las biografías de los amanuenses de Dios, escribas del Viejo y el Nuevo Testamento, la historia detallada de las 13 tribus de Israel, la de Jesús y la del profeta Mahoma, de Jerusalén, de Medina y de La Meca fueron borradas por el atávico temor que la insensatez humana tiene de sí misma.

Quien soñó una Babel con forma de biblioteca, fue otro Homero, trashumante y ciego, nacido en un empobrecido y querido país del sur, cuyos émulos dejaron sumidas en simples caricaturas las efigies de Nerón y de Calígula. Nada ha quedado allí. Tabla rasa. Tierra quemada. Tan sólo los versos escandidos por el poeta de aquel lejano país de ciegos “…La ciencia que descifra el solitario/ laberinto de Dios, la teología/ la alquimia que en el barro busca el oro/ y las figuraciones del idólatra. /Declaran los infieles que si ardiera, ardería la Historia. Se equivocan./ Las vigilias humanas engendraron/ los infinitos libros. Si de todos /no quedara uno solo, volverían / a engendrar cada hoja y cada línea /cada trabajo y cada amor de Hércules, /cada lección de cada manuscrito. /En el siglo primero de la Hégira, / Yo aquel Omar que sojuzgó a los persas / y que impone el Islam sobre la tierra / ordeno a mi soldados que destruyan por el fuego la larga Biblioteca / que no perecerᅔ

La naturaleza y los hombres acometen de tiempo en tiempo ese holocausto sin sospechar que lo aparentemente perdido resurgirá, como el ave Fénix, de las cenizas esparcidas a la rosa de los vientos. Otros hombres de distinta estirpe se encargarán de ello.

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