Tu nombre real era Betzalel, pero te conocimos como Salem, que significa Paz. Curioso augurio que Salem se aproxima más al árabe Salaam, que al hebreo Shalom; pero qué más da, si la paz es una y verdadera, como Dios es Uno y Verdadero. Y tú, SalemSalamShalom, fuiste un adalid de la unicidad de Dios y la hermandad del hombre, por convicción intuitiva y no por dogma.
Salem Kuzniecky, ¡Claaaaaro!. La voz operática y espectacular era tu inconfundible carta de presentación, ese barítono sonoro que para bendición nuestra se perdió el Teatro alla Scala y que a mí me parecía escuchar antes de que abrieras la boca, como si tu audio y tu video estuvieran micronésimamente fuera de sincronía; más como efecto que por defecto, un recurso artístico insólito para sorprender y deleitar, para encantar hasta que tus ojos penetrantes iniciaban el diálogo urbano, profundo, sabio, apasionado. Y por qué no, a veces obstinado.
Se nota que escribo por amor y no por deber ¿verdad? Fuiste literalmente mi primer maestro, núcleo del átomo fundador y primer director de mi Instituto Alberto Einstein: liberal y liberalista, educado y educador, filósofo y filosofador, conjugador fastidioso sólo de verbos activos con esa tu energía que parecía inagotable. El director, amigo entrañable siempre de mis padres y después, también mío y de mi hermano Felipe. De él sí que fuiste maestro, guía, parámetro, enciclopedia, foro, como fuiste para Woodrow, Maná y Angel Contrincante. Yo te he querido ars gratia ars, por amor al arte, a Beethoven, a Mozart y a Verdi, a todos los hazanim los cantores sacros de tu gremio y muy particularmente, por amor al petiso Leib Glanz (Shemá Israel). Porque así soy yo y así también, también, eras tú.
Es correcto decir que fundaste no sólo el Einstein, sino el Instituto Pedagógico y que lo dirigiste por más de 35 años; que fuiste un incansable propulsor de la educación moderna y modernizante; que se te respetó como intelectual de alto calibre, en Panamá y en Israel; que fuiste piedra angular de tu sinagoga Beit El y de la comunidad judía de Panamá y Centroamérica; que rehusaste prominencias y honores. Sí, todo eso es correcto. Pero más me vale a mí, a este yo quien escribe, quien te llora, decir que tu amor con tu esposa Sarita es irrepetible, que la luz que encendiste en las pupilas de tus hijos y tus nietos es inapagable, que tú sentiste brotar en tu interior la revelación divina y te llenaste de fe, hasta colmarte y rebasarte para nutrir las riberas de tus amigos ¡Oh milagro! sin vulnerar tu esencia liberal, con la promesa de ese Mesías a quien ahora aguardas atrincherado en el sacro suelo de tu Jerusalén, haciendo antesala para todos nosotros.
