Las críticas a las declaraciones de George W. Bush sobre el conflicto en Medio Oriente no se hicieron esperar. Unas pocas horas después de divulgada la actual posición de la Casa Blanca, empezaron a germinar los reproches que, en su punto más extremo, describieron las palabras del presidente estadounidense como un mera reproducción de las demandas de su homólogo israelí. Otra clase de apreciaciones más fundamentadas sugieren que, aunque la propuesta republicana abarcó las necesidades y exigencias de ambos pueblos, el proyecto carece de medidas concretas que conecten los esfuerzos diplomáticos con los hechos reales de violencia. El argumento más fuerte en este sentido resalta que los palestinos no tienen ningún incentivo tangible para el cambio de liderazgo propuesto y que, contrario a lo deseado, el tono impositivo de la administración estadounidense los puede conducir a aferrarse aún más incluso, a través de mecanismos democráticos al hombre que ha sido incapaz de conseguirles la autonomía estatal.
Sin desestimar sus aportes, el criticismo dejó de lado un elemento de juicio esencial: la comparación entre los efectos que pudiesen tener los planteamientos de Bush y la efectividad de otras propuestas que intentaron en el pasado mediar entre las partes, con aproximaciones en apariencia más balanceadas. La experiencia con ese tipo de planteamientos es que, amarrados por su propia indeterminación y complacencia, terminaron prestándose para interpretaciones contrarias y se convirtieron en fragmentos de los señalamientos con que cada lado culpaba al otro del incumplimiento del plan propuesto.
Las declaraciones de Bush, en cambio, no dejan espacio para la ambigüedad. Las mismas señalan un elemento central, considerado como un obstáculo insalvable en el camino hacia la paz: el liderazgo de Yasser Arafat. Junto a la tajante reprobación de la dirigencia palestina se encuentran duros adjetivos para detallar la situación de los territorios conquistados por Israel en 1967. Como insostenible describió el presidente estadounidense la ocupación de Gaza y Cisjordania, mientras advirtió que el carácter permanente de la misma es una amenaza para la identidad y los valores democráticos israelíes. Se trata de términos más severos que los utilizados por los antecesores de Bush, pero su inclusión en el discurso no interfirió en la colocación del énfasis en el lugar correcto: la incompatibilidad que existe entre la continuidad de un régimen autocrático y corrupto como el de Arafat y las perspectivas de paz y progreso para ambas naciones.
El análisis anterior no es solo fácilmente aplicable a la situación de muchas dictaduras árabes cuyos pueblos se refugian cada vez más en el terrorismo fundamentalista, si no también increíblemente esclarecedor de las razones por las que se descalabró el proceso de Oslo. Y es que aunque la fórmula de paz por territorios es la única que podrá conducir eventualmente a una solución definitiva del conflicto, el que uno de los firmantes de los acuerdos de Oslo haya sido un dictador, condenó todo el esquema al fracaso. Un líder que no tiene que rendirle cuentas a nadie, no puede ser un signatario confiable de compromisos internacionales, puesto que como lo ha demostrado una y otra vez la historia no se verá obligado a responder por las secuelas que traería para los suyos el quebrantamiento de los acuerdos. Con separación de poderes, prensa libre y una ciudadanía atenta, Yasser Arafat no hubiese podido rechazar el Estado que le ofreció Ehud Barak, y aún así, vender su decisión como la correcta y seguir gobernando a través de la instigación de la violencia. La falta de pluralismo y transparencia en el Gobierno palestino se revelan, entonces, como las grandes grietas que permitieron el derrame de tanta violencia durante casi dos años.
Aunque los planteamientos del Gobierno estadounidense no sean garantía alguna para la democratización real de la Autoridad Palestina, al menos tienen la virtud de colocar los puntos sobre las íes y condicionar el apoyo político y la ayuda económica de su país a la corrección del escollo esencial del conflicto. Es probable que la administración estadounidense se haya quedado corta en el trazado del camino, pero no así en la enumeración de los pasos a seguir para alcanzar la meta. Las palabras de Bush sirven pues de brújula. Con su guía se puede dibujar un mapa más preciso.
